Por Daniel Matamala
Agencia Uno

Escribo bajo toque de queda. Es 2019 y escribo bajo toque de queda.

Una palabra de otra época, de un Chile que creíamos haber dejado atrás para siempre.

La última vez que los militares patrullaron el Santiago en toque de queda fue en 1987. Luego llegaría el plebiscito y un pacto de transición: habría democracia, pero gradual. Se mantendría el sistema económico, pero con más gasto social. ¿Habría justicia? Tal vez, en la medida de lo posible.

Ese fue el viejo pacto. Y dio resultados. La democracia se consolidó, pasito a pasito. La violencia remitió. El país creció y millones de personas dejaron la pobreza. Chile se convirtió en un país de clase media, se modernizaron las costumbres y se masificó el consumo. Pero también persistió la crónica desigualdad, la política fue colonizada por el poder económico y se alejó de la gente, y la crisis de confianza fue minando una a una las instituciones.

El edificio comenzó a crujir hace mucho. Las protestas estudiantiles de 2006 y 2011 revelaron la fatiga estructural. Las regiones, que habían quedado fuera, golpearon la puerta: Aysén, Magallanes, Freirina, Chiloé…

Las quejas que más se repiten en estos días de furia, más allá del alza del Metro, son todas viejas cicatrices: la educación desigual, las pensiones de hambre, la humillante atención de salud, las corrupciones y las colusiones.

La brecha entre el discurso oficial y la vida cotidiana se ha vuelto un abismo. El orgulloso país que se apresta a recibir las cumbres de APEC y COP25 es al mismo tiempo una nación más desigual que Guatemala o Nicaragua. El Chile que insiste en estar a las puertas del desarrollo es un país en que apenas el 13% del quintil más pobre confía en que “tendrá atención médica oportuna” y en que, según la prueba Pisa, nuestros niños de escuelas municipales tienen la calidad de vida de México; los de colegios subvencionados, la de Portugal; y los de particulares pagados, la de Finlandia.

Presumimos (¡y con razón!) del desarrollo de la energía solar que descontamina y abarata costos, pero al mismo tiempo las cuentas de la luz de los hogares chilenos han subido 19,7% este año. Una de las causas del desfase es que las distribuidoras eléctricas tienen una fabulosa rentabilidad garantizada por ley del 10%.

Las autoridades económicas bromean sobre el costo de la vida, mientras la mitad de los trabajadores chilenos gana apenas 400 mil pesos o menos cada mes, y el precio de las viviendas en Santiago aumenta hasta 150% en la última década.

Los parlamentarios se niegan a discutir su dieta, que equivale a 33 veces el sueldo mínimo, contra 5 veces en Francia, Alemania y España, o 3 veces en Suecia, Nueva Zelandia y Noruega.

Mientras se junta esta bronca, el gobierno centra el debate legislativo en una reforma que rebaja impuestos personales a los más ricos, y otra que hace retoques al sistema de pensiones. La oposición (las oposiciones, mejor dicho) no ofrecen alternativas creíbles y la anomia social tampoco deja en pie a estructuras intermedias que puedan llenar el vacío.

La única institución de prestigio hoy en Chile son los Bomberos. Precisamente los que, en estas noches de violencia extrema y vandalismo irracional, intentan luchar contra los múltiples incendios que cubren de humo la ciudad.

La olla de presión ha explotado. ¿Y ahora, qué?

Lo primero es reconocer lo obvio: el viejo pacto ya no sirve. Sí, la impericia de La Moneda en manejar la crisis ha sido desoladora, pero sus causas superan con mucho a este gobierno.

Una crisis enorme es también una oportunidad enorme. Se acabaron las frivolidades y las pequeñeces. Tras este remezón terrible, todos estarán de acuerdo en que es el momento de construir un nuevo pacto social, uno que derribe murallas, venza desconfianzas y aúne intereses.

El primer paso es reconocernos como iguales. Por mucho tiempo, la élite ha visto la solidaridad no como un tema de derechos, sino como uno de caridad. O sea, en palabras del connotado filántropo Ismael Valdés Vergara, “el acto de dar sin que el que recibe tenga derecho a exigir”.

“Muchos compatriotas ya no pueden esperar y los que podemos tendremos que ayudar a pagar la cuenta”, escribió este sábado Andrónico Luksic. Hay ahí una toma de conciencia que es clave. Una fortuna construida sobre un avispero social es una fortuna insegura. Los problemas urgentes de los chilenos requieren un rebalance tributario, y si otros como Luksic entienden que está en su propio interés “ayudar a pagar la cuenta”, pueden convertirse en parte de la solución.

También las reglas del juego deben reescribirse. No hace mucho, un movimiento ciudadano propuso una Asamblea Constituyente y llevó su pedido a las papeletas de voto. El gobierno anterior lo tomó tarde y mal, con un proceso constituyente carente de convicción. Ese fue un movimiento pacífico y constructivo, que fue desestimado sin más por la dirigencia política, pero cuyo sentido toma mucha fuerza hoy: ante la anomia, participación ciudadana; ante el derrumbe del viejo pacto, la construcción participativa de uno nuevo.

Esto es, en simple, un rebaraje del poder. Significa que la clase dirigente ceda privilegios en beneficio de la ciudadanía. En una democracia plena, esos privilegios se mantienen a raya. No porque la élite no quiera tenerlos, sino porque la presión ciudadana obliga a la prudencia. No es casualidad que el índice de las mejores democracias del mundo según The Economist coincida con países de baja desigualdad, alta confianza social, instituciones robustas y dietas parlamentarias bajas.

En suma, países donde unos no aplastan a otros. Países en que el pacto social funciona.

Esa es la esperanza en estas noches terribles: que sirvan para tomar conciencia de la necesidad de resetear nuestra convivencia. Que a la noche de toque de queda siga el día cero en que, desde las cenizas, empecemos a levantar un nuevo y legítimo pacto social.

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