La humanidad pasó siglos adorando dioses invisibles; ahora adora sistemas invisibles. Y a diferencia de las religiones clásicas, esta sí tiene respuestas inmediatas, aunque te las invente con seguridad divina.
Vivimos en una era donde los algoritmos dictan nuestras creencias, nuestras decisiones y hasta nuestras relaciones. Los seguimos con fe ciega, sin darnos cuenta de que la nueva religión del siglo XXI no tiene templos ni cruces: tiene servidores, prompts y actualizaciones automáticas.
No lo niegues: antes de tomar una decisión importante —comprar un auto, ver una serie o elegir un candidato— lo primero que haces es preguntar a Google, mirar las reseñas o ver qué dice ChatGPT. Ya ni siquiera le preguntas a tu mamá. En pleno 2025, los algoritmos se han convertido en nuestros nuevos sacerdotes digitales.
No visten sotana, pero llevan hoodie. No te exigen confesión, pero saben todo de ti. Y lo mejor: no juzgan (todavía).
La humanidad pasó siglos adorando dioses invisibles; ahora adora sistemas invisibles. Y a diferencia de las religiones clásicas, esta sí tiene respuestas inmediatas, aunque te las invente con seguridad divina. Pregúntale a cualquier adolescente quién tiene razón: ¿su profesor o TikTok? Spoiler: gana TikTok por goleada.
La fe en la inteligencia artificial es tan fuerte que ya ni se discute. La gente le cree más a un modelo de lenguaje que a un periodista, más a un mapa que a un taxista y más a una app de citas que a la intuición. Es como si hubiésemos decidido externalizar el alma a la nube y quedarnos tranquilos.
El nuevo credo digital tiene dogmas claros:
- El algoritmo no se equivoca (solo tú no le diste bien el prompt).
- Si aparece en Google, es verdad.
- Si no aparece, no existe.
- Y si el sistema te banea, es porque algo hiciste mal.
Suena gracioso, pero no tanto. Hace veinte años pensábamos que internet nos iba a liberar; hoy vivimos en una teocracia digital administrada por servidores que procesan oraciones en lenguaje natural. Si antes rezábamos el Padre Nuestro, ahora decimos “recalcula ruta” y seguimos el camino que dicta Waze, aunque nos lleve a una zanja.
Los jóvenes, por su parte, ya no se tatúan frases en latín sino prompts motivacionales. “Genera tu mejor versión” podría ser perfectamente el nuevo mantra espiritual del siglo XXI. Y no es chiste: hay influencers que rezan con ChatGPT antes de dormir para manifestar energía positiva y mejorar su algoritmo de abundancia.
El fenómeno tiene su lógica. En un mundo hipercomplejo, los algoritmos dan orden, sentido y un poquito de magia predictiva. Nos ofrecen algo parecido a la fe: la ilusión de que alguien —o algo— entiende lo que pasa y tiene un plan. En Chile eso es irresistible: entre el Transantiago, la inflación y la política, cualquier cosa que prometa coherencia se vuelve sagrada.
Pero el riesgo es dejar de pensar. Cuando el algoritmo se vuelve infalible, la curiosidad se vuelve pecado. Ya no investigamos, solo scrolleamos. Ya no aprendemos, solo consumimos respuestas precocinadas. Y la educación se transforma en un trámite para validar lo que la IA ya sabe.
La ironía máxima: mientras más “inteligente” se vuelve la tecnología, más tontos nos sentimos. Hay estudiantes que no escriben una línea sin ChatGPT, jefes que no mandan un mail sin Grammarly, y políticos que se informan con hilos de X resumidos por IA (eso explica mucho).
¿Y qué pasa si un día este nuevo dios digital se equivoca? Nadie sabrá detectarlo. Porque lo seguimos por fe, no por evidencia. Si el algoritmo dice “sí”, es sí. Si dice “no”, es no. Si dice “tu cuenta ha sido suspendida”, bueno… que el cielo de los baneados te reciba en paz.
Quizás lo más gracioso —y lo más triste— es que esta religión no promete vida eterna, sino atención eterna. Mientras creas, clickees y compartas, existirás. En el fondo, el algoritmo no quiere tu alma: quiere tus datos. Y como buenos feligreses digitales, los entregamos sin cuestionar, felices, incluso marcando la casilla de “Acepto los términos y condiciones” sin leer una palabra.
Pero todavía hay esperanza. Si en algún momento sientes que estás perdiendo la fe en ti y depositándola en un sistema que decide lo que ves, lo que compras y hasta de quién te enamoras, haz algo revolucionario: apaga el teléfono y sal a caminar sin GPS. Escucha tu intuición. O a tu mamá, que igual suele tener más razón que Google.
Y si te pierdes… bueno, siempre puedes volver al algoritmo.
Mario Saavedra, conocido como @MacGenio, es especialista en temas de tecnología y cultura digital.