Esto no es un hecho aislado ni un malentendido. Es la expresión cotidiana de una visión reduccionista y discriminatoria de la discapacidad. Una visión que solo reconoce lo aparatoso, lo que incomoda a simple vista. El resto —quienes viven con dolor crónico, con movilidad limitada, con discapacidades sensoriales o cognitivas— quedan fuera del sistema. Invisibilizados.
Este martes, en el Estadio Nacional, en el partido de Universidad de Chile con Carabobo por Copa Libertadores, viví una escena indignante y reveladora: Mi amigo Sebastián Carreño, quien tiene sobre un 28% de discapacidad, fue impedido de ingresar por el acceso habilitado para personas con movilidad reducida. Como si la inclusión fuera un privilegio que se mide con regla y no un derecho, el personal a cargo nos dijo que su nivel de discapacidad era “demasiado bajo” y que no estaba en silla de ruedas.
Esto no es un hecho aislado ni un malentendido. Es la expresión cotidiana de una visión reduccionista y discriminatoria de la discapacidad. Una visión que solo reconoce lo aparatoso, lo que incomoda a simple vista. El resto —quienes viven con dolor crónico, con movilidad limitada, con discapacidades sensoriales o cognitivas— quedan fuera del sistema. Invisibilizados.
La ley N° 20.422, que establece normas sobre igualdad de oportunidades e inclusión social de personas con discapacidad, es clara. El artículo 24 señala que “toda institución pública o privada que se encuentre habilitada para promover actividad física o deportiva procurará realizar los ajustes necesarios para adecuar los mecanismos destinados a propiciar la accesibilidad universal a los recintos en que se practique, resguardando la igualdad de oportunidades de las personas con discapacidad para asistir, participar o competir en ellos.”
El artículo 3 de la Ley 19.327 sobre Derechos y Deberes en los Espectáculos de Fútbol Profesional explicita que se deben “establecer accesos preferenciales para espectadores que asistan con menores de edad, mujeres embarazadas, personas con situación de discapacidad y adultos mayores”.
Ninguna de estas dos leyes dice “solo en caso de sillas de ruedas”.
Y la Ley Zamudio (20.609) también es clara: En su artículo dos incluye como definición de discriminación arbitraria “toda distinción, exclusión o restricción que carezca de justificación razonable, efectuada por agentes del Estado o particulares, y que cause privación, perturbación o amenaza en el ejercicio legítimo de los derechos fundamentales”, y que se funde, entre otras cosas, en la discapacidad.
¿Dónde está Azul Azul? ¿Dónde está la delegación presidencial que autoriza estos espectáculos masivos? ¿Dónde está el Estado que debiera fiscalizar que los accesos, las señaléticas, las zonas diferenciadas y la atención al público estén diseñadas con un enfoque de derechos?
Hoy no basta con pintar una rampla o reservar un asiento. La inclusión no se improvisa. Se planifica, se evalúa y se fiscaliza. Y sobre todo, se respeta.
Es hora de terminar con esta lógica del “aptos o no aptos”, del “usted no parece discapacitado”, del “vaya a la galería”.
Exigimos protocolos claros, accesos dignos y un enfoque real de inclusión en todos los espacios públicos, especialmente en el deporte, que debiera ser ejemplo de comunidad, diversidad y respeto.
Porque la discapacidad no necesita justificar su existencia. Lo que necesita es que la sociedad deje de negarla.