Por Guillermo Pérez
ARCHIVO: AGENCIA UNO

Desde el estallido social a la fecha, la demanda por mayor descentralización ha tomado una fuerza inusitada.

Se trata de una buena noticia, pues el evidente quiebre entre política y sociedad en que estamos inmersos posee un componente territorial muy relevante. Así, varios de los problemas detrás del malestar social tienen que ver con asuntos específicos que surgen de la experiencia cotidiana de las personas y sus familias con el lugar que habitan. Por un lado, en muchas ocasiones el poder central no alcanza a ver –ni mucho menos a priorizar– estas dificultades y, por el otro, las autoridades locales y regionales casi nunca cuentan con las capacidades institucionales para resolverlas.

Ahora bien, los problemas en esta área son de larga de data. Y a pesar de que el cuadro comenzó a cambiar lentamente con el trabajo de la comisión asesora en descentralización formada por la presidenta Bachelet –y con los proyectos que emergieron de ahí, como la elección de gobernadores–, no es de extrañar que aún queden múltiples dificultades políticas, administrativas y fiscales por resolver, tanto en municipios como en gobiernos regionales.

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La Convención Constitucional tiene una oportunidad histórica en ese sentido. Pero el éxito en esta materia depende en buena medida de que los convencionales tengan presente algunos elementos fundamentales, que no es claro que estén advirtiendo.

En primer lugar, y contrario tal vez al ánimo dominante, la descentralización necesariamente debe entenderse como un proceso gradual, de cambios profundos pero paulatinos. Sin embargo, muchos convencionales de los grupos más radicales de la izquierda sostienen una posición maximalista que busca hacer incontables modificaciones sin pensar demasiado en sus posibles consecuencias.

Por ejemplo, una iniciativa propuesta por convencionales como Daniel Stingo, Hugo Gutiérrez y Beatriz Sánchez, entre otros, sugiere que, salvo ciertas excepciones, la gestión de los ministerios y servicios públicos sea realizada por las regiones. Si consideramos que en la actualidad los gobiernos regionales cuentan con menor capacidad de gestión que muchos municipios, ¿cómo se harán cargo de estas atribuciones? ¿De qué modo se llevarán a cabo los traspasos de competencias y recursos? ¿Estarán de acuerdo, por ejemplo, las asociaciones de funcionarios? Al parecer, no hay demasiada preocupación por el hecho de que una medida de este tipo pueda generar más complicaciones que beneficios para los gobernadores regionales recién electos.

En segundo lugar, y en relación con lo anterior, es fundamental que los convencionales de la izquierda más radical comprendan que los procesos de descentralización no operan en el vacío. Dicho en simple, cualquier modificación que se proponga debe estar sujeta a la premisa de que existen culturas políticas territoriales que la anteceden. Y aunque estas no son completamente estáticas, otorgan ciertos marcos que nos permiten distinguir respecto de qué iniciativas son o no aplicables a nuestra propia realidad.

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En este sentido, se ha propuesto, por ejemplo, la idea de poderes legislativos en las regiones. A pesar de que todo esto se presenta como propio del “Estado regional”, cuesta distinguir las versiones más radicales de la propuesta de “asambleas legislativas regionales” de un proyecto derechamente federal. De hecho, una iniciativa presentada por algunos convencionales de pueblos originarios señala expresamente que la autonomía legislativa “no nos permite diferenciar adecuadamente el Estado regional y el Estado federal, porque en ambos casos tendríamos múltiples centros de impulsión política, aunque en el Estado regional este reparto del poder se vea acotado o atenuado”. Además, no parece haber claridad alguna respecto de los costos –no solo económicos, sino también políticos– que implicaría una propuesta de tal magnitud, así como tampoco de los problemas de fragmentación y coordinación que puede ocasionar.

En tercer lugar, los convencionales de la izquierda debieran entender que la descentralización no puede ser comprendida como pura autonomía. Al igual que en todo orden de cosas, esta requiere de ciertas condiciones para poder desplegarse de forma adecuada. No hay novedad en señalar que los gobiernos regionales y los municipios precisan de más recursos y competencias, pero para ello también es necesario mejorar las instancias de control, la capacidad de gestión, la colaboración y la coordinación con otros niveles de gobierno.

En muchas propuestas abundan los discursos a favor de la autonomía –“cada Región Autónoma establecerá su propio orden político interno regional”–, pero faltan mecanismos que permitan contenerla, encauzarla y, en definitiva, hacerla posible. Da la impresión de que algunos miembros de la Convención olvidan que acá se trata de lograr equilibrio de poderes, más que de empoderar sin más.

En este sentido, es fundamental también que los convencionales no se dejen arrastrar por la ilusión de creer que la descentralización es un fin en sí mismo. Se ha vuelto común asumir que esta forma de administrar el Estado tiene un tenor similar a la justicia y la dignidad y que es algo así como un principio incuestionable. Esto ha provocado que las preguntas que la justifican, sus posibles tensiones y dificultades no aparezcan o queden resueltas de antemano. De este modo, lo único importante para muchos miembros de la Convención termina siendo descentralizar lo más rápido posible.

Algo similar ocurre con la extendida confianza en la pedagogía de la ley. Se suele pensar con demasiada frecuencia que una herramienta limitada como la Constitución va a cambiar por sí sola ciertas dinámicas políticas que llevan décadas –y hasta siglos– enquistadas en las diversas realidades territoriales. Lo cierto es que esto depende de una serie de factores que escapan por mucho de las capacidades de la Convención Constitucional.

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No hay duda de que necesitamos avanzar en descentralización. Pero para que ello sea posible, la Convención debe tener en consideración sus propias limitaciones. También debiera cuidarse de imponer agendas sin ninguna consciencia de que todo poder necesita su respectivo contrapeso. Por lo mismo, es importante que comprendan, entre otras cosas, que la descentralización requiere de gradualidad, que no es pura autonomía ni que tampoco es un principio operando en el vacío.

Estas y otras dinámicas generan la impresión de que muchos miembros del órgano constitucional actúan como si el resultado del plebiscito de salida estuviera asegurado. Pero si hay algo que nos han enseñado los últimos dos años es que los apoyos ciudadanos son mucho más frágiles de lo que se piensa: solo pasaron 6 meses entre la elección de convencionales y el triunfo de José Antonio Kast en la primera vuelta presidencial. Por el bien de la descentralización y del país, es fundamental tomar nota de ello.

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