Por Cristián Stewart
ARCHIVO: AGENCIA UNO

La discusión sobre el destino del Tribunal Constitucional (TC) ha tomado cada vez más fuerza en la Convención Constitucional. Algunos convencionales plantean que el TC sea eliminado, otorgando a la Corte Suprema (CS) las funciones propias del control de constitucionalidad. Otros señalan que el TC es el órgano más adecuado para ejercer dichas funciones. La pregunta que debería guiar la discusión es qué órgano protegería de mejor manera la supremacía constitucional, esto es, que ninguna norma puede estar por sobre la Constitución ni contradecir lo que ella dispone.

Una constitución contiene principios fundamentales de la vida en sociedad. Consagra los derechos y libertades básicas de las personas, como el derecho a la vida, derecho a la educación, igualdad ante la ley y libertad de expresión; establece contrapesos al poder; y asigna facultades y funciones a los poderes del Estado, entre otros asuntos relevantes.

Por lo mismo, la supremacía constitucional no puede ser letra muerta: debe ser activamente protegida y mantenerse vigente en los hechos y en el derecho. Si como sociedad encontramos en la redacción de una nueva constitución una salida a nuestra crisis política y social, es de toda lógica que busquemos los mecanismos más efectivos para protegerla.

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La supremacía constitucional tiene dos pilares fundamentales. El primero es que las reformas que se hagan a la Constitución exijan quórums más altos que los de votación exigidos para la modificación de las leyes simples. Como las sociedades van cambiando, es necesario que la Constitución se vaya adecuando a las exigencias de los nuevos tiempos para conservar la legitimidad a través de reformas hechas a tiempo.

Sin embargo, parece poco sensato hacer una constitución que jerárquicamente sea igual a una ley simple. Los quórums más altos, como los 3/5 o la mayoría absoluta (el quórum de los 2/3 resulta especialmente alto), tienden a producir mayor estabilidad política y ayuda a proteger a las minorías del poder de las mayorías. Si la Constitución puede ser cambiada fácilmente a través de una mayoría simple, los esfuerzos por llegar a consensos de dos tercios de los convencionales en la Convención Constitucional perderían sentido.

El segundo pilar de la supremacía constitucional es que haya un ente que ejerza el control constitucional, vale decir, que vele porque la normativa vigente se adecue a la Constitución. Existen buenas razones teóricas y prácticas para consagrar al TC como garante de la supremacía constitucional.

Primero, la razón histórica que justificó la creación del TC en 1970 fue delimitar de mejor manera los conflictos entre el Poder Judicial y el Legislativo mediante la creación de un tercero imparcial, sumado a una reticencia histórica del ejercicio de facultades controladoras por parte de jueces hacia legisladores. En este contexto, no parece deseable dejar un vacío de estas características en el control de los poderes del Estado y en prevenir los conflictos que se susciten entre ellos.

Segundo, la historia reciente nos da luces respecto a la conveniencia de que la CS vuelva a ejercer el control de constitucionalidad. La acción de inaplicabilidad por inconstitucionalidad, por ejemplo, cambió de manos desde la CS al TC en la gran reforma constitucional de 2005. Lo cierto es que la generalidad de la doctrina nacional ha evaluado de buena manera la técnica, contenido y eficiencia de las sentencias de inaplicabilidad del TC, atendido el grado de especialidad y especificidad técnica de sus ministros.

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Tercero, la labor que realizan los ministros del TC no es un trabajo de aplicación de la ley a hechos concretos, como la actividad del juez ordinario, sino un control abstracto de la constitucionalidad o inconstitucionalidad de la ley. La técnica y la labor que realiza la CS y el TC son sustancialmente distintas.

Por último, la labor que realiza el juez constitucional consiste en interpretar la Constitución, que por definición es una carta política. Ciertos conceptos que la Constitución establece, como el término «dignidad» o «adecuado acceso a la salud», tienen una naturaleza amplia e interpretable, y a diferencia de, por ejemplo, las leyes de derecho privado, el juez constitucional está obligado a dotarlos de contenido echando mano a cosmovisiones filosóficas y políticas que la misma Constitución no puede proveer.

Así, la interpretación de una carta de contenido político implica, de algún modo, politizar al órgano encargado de ella. Si se define que la CS sea el intérprete supremo, el factor político presente en su labor podría generar tensiones políticas y sociales, dañando así la imagen positiva con la que cuenta a nivel nacional.

Parte del diagnóstico sobre los problemas que tiene el TC en la Constitución vigente tiene asidero en la realidad. En particular, hay tres problemas que requieren reformarse.

Primero, el sistema de nombramiento tiene criterios políticos excesivos y debe cambiarse por uno que integre una mayor cantidad de organismos del Estado que incluya al Presidente de la República, al Congreso Nacional, la Corte Suprema y al Consejo de la Magistratura que estará presente en la próxima Constitución. Un sistema de repartición de cargos permite desconcentrar y despolitizar aquellos jueces electos y separarlos del órgano que los escoge.

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Segundo, la integración debe ser impar, porque eso impide que el presidente del TC tenga dos votos, que es lo que hoy ocurre cuando hay empate en una votación y el presidente decide a través de su potestad dirimente.

Y tercero, el control preventivo obligatorio debe eliminarse, pues socava la deliberación democrática que por definición debe realizarse en sede política, esto es, en el Congreso Nacional. Superando esos problemas, y comunicando la legitimidad de que goce la nueva Constitución hacia el TC, podremos tener una corte autónoma que vele de manera efectiva por la supremacía constitucional.

Los efectos de contar con una constitución frágil son graves, pues está en juego no solo la estabilidad política de nuestro país, sino los contenidos más fundamentales que ella consagra: los derechos y libertades más básicas de las personas y las limitaciones al poder político. La vulneración a una constitución es más probable si su protección es débil, y en la práctica, tal vulneración no es otra cosa que transgredir los derechos, libertades y limitaciones que ella protege.

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