Por Álvaro Vergara
agencia uno

Una de las grandes enseñanzas que nos dejó la fallecida Premio Nobel de Economía, Elinor Ostrom, es que las reglas claras funcionan como una potente estructura de incentivos. Conocer nuestras normas y, por supuesto, sentirlas propias, es un requisito fundamental para establecer cualquier régimen capaz de mantenerse a lo largo del tiempo. Esto es, de cierta manera, natural: ninguna sociedad puede progresar si siempre pende sobre ella la amenaza de un reemplazo totalizante. En este plano, las señales que ha dado nuestro país han sido equívocas. En efecto, el triunfo del Rechazo mostró conciencia de los riesgos refundacionales del proyecto constitucional, pero al mismo tiempo hubo cinco millones de personas dispuestas a apoyarlo.

Es cierto que atravesamos una crisis de migración ilegal, un preocupante estancamiento productivo, una inflación que no da tregua, serios problemas de orden público y sanidad, y un conflicto narcoterrorista que sigue expandiéndose en el sur. También es evidente que, por sí sola, una nueva Constitución no resolverá ninguno de esos problemas. Sin embargo, dotarnos de ella sí podría permitir avanzar en ciertas dimensiones y afinar los principios a partir de los cuales podríamos resolver esas urgencias.

Por lo demás, una nueva Constitución no tiene por qué ser sinónimo de puro cambio, sino que también debería confirmar aquellas instituciones que son parte de nuestra tradición constitucional y que han funcionado. En lo específico, por ejemplo, es una buena oportunidad para blindar la separación de poderes, el Banco Central, el Servel, el Tricel, la libertad económica y la acción pública-privada.

Ahora bien, que el nuevo organismo cuya función exclusiva sea redactar una nueva norma constitucional trabaje en un carril paralelo, no implica que los problemas más urgentes sean dejados de lado. Afirmar lo anterior es un simple artilugio retórico para desacreditar el proceso. La institucionalidad no puede dejar de actuar. Es más: debe hacerlo con todas las herramientas que detenta y si no deberá responder ante la ciudadanía más tarde. El Gobierno, con todas sus desprolijidades, tiene la obligación de presionar y dirigir la agenda para que el resto de las instituciones se coordinen para atacar dichos males. La idea es precisamente que el mecanismo no entorpezca ni distraiga las labores del Congreso.

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En otras palabras, el cambio de la Constitución no es un fetiche. Tampoco es una agenda de élite ni una “ilusión metafísica”. Se trata de todo lo contrario: dotar al país de una normativa constitucional forma parte de una demanda concreta que busca la estabilización político-económica de Chile a largo plazo. Sin embargo, debemos ser precavidos en esa tarea, ya que son muchas las dificultades que volverán a surgir en el proceso y, como vimos con la Convención, quizás las principales provengan de los extremos políticos. Tanto la ultraizquierda derrotada, como la ultraderecha —que adquiere cada vez más fuerza con meros discursos más que con propuestas concretas—, intentarán frenar el proceso o, en caso de que ganen, arrasar con el rival. Dependerá entonces de las fuerzas políticas más moderadas asegurar los grandes lineamientos, siempre a través de acuerdos que canalicen la discusión.

Obviamente la experiencia bochornosa de la Convención no facilita las cosas. Este episodio significó el peligro más inminente que hemos tenido de consagrar un experimento que podría haber hecho añicos nuestras desgastadas bases institucionales. No obstante, podemos sacar lecciones desde ahí: la gente quiere cambios con estabilidad y no la refundación del país; desea igualdad ante la ley, una economía que brinde oportunidades, e instituciones que permitan hacer valer, con todos los matices posibles, el mérito. El ciudadano no quiere diferencias por razas, de estatus, ni un modelo de Estado extraído de una tesis de algún académico con ganas de figurar. Prefiere preservar lo que funciona en su vida y cambiar aquello que no está bien. Debe recordarse, además, que el rango de acción de un texto constitucional es limitado. Esto no será la panacea, y de ahí lo deseable es que, durante su trabajo, el órgano constituyente se mantenga lo más hermético posible. Ya vimos las expectativas casi mesiánicas que algunos pusieron en los convencionales. Al final el show es pura pérdida.

Cambiar una Constitución siempre es complicado, y en los tiempos actuales, parece incluso una locura. No obstante, es en este tipo de situaciones donde aparecen y se hacen valer los liderazgos que vuelven a encauzar a los países. No es que necesitemos contar con un nuevo León de Tarapacá para que nos salve de este entuerto; basta, más bien, con que las principales coaliciones políticas entiendan el grave deterioro institucional y actúen de forma austera para comenzar a superarlo. Si hace apenas tres meses el encuentro de estas fuerzas nos salvó en una encrucijada crítica, tienen mucho por dar aún. Las sociedades logran un verdadero orden político solo cuando sus representantes son capaces de establecer un sistema de reglas que les permitan solucionar el conflicto por vías pacíficas.

Pese a las dificultades mencionadas, si comparamos con el otro tipo de problemas que nos aquejan (la inmigración irregular, la guerra hacia el narco o el conflicto en la Araucanía), redactar una buena Constitución es una tarea más simple, pero para realizarla es mejor observar e interpretar antes que soñar con diseñar todo desde cero. Si la clase política no es capaz de realizarlo, quizás lo mejor sea cerrar por fuera.

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