Por Valeria Barahona

Un vecino, aburrido en su cuarentena voluntaria, arrastra su mesa de sonido al balcón para mezclar los discos que más le gustan por tres o cuatro horas, un domingo por la tarde, cuando la melancolía producto del encierro aprieta como una soga, y no de sado. El resto, de a poco, aparece en sus ventanas a celebrar la rave íntima como el encierro. Aparecen botellas, se arma un grupo de WhatsApp “por cualquier cosa”.

“Cualquier cosa, como transformarse en el Cornershop del barrio”, pienso al aceptar. Saludos van y vienen, los beats reverberan sobre el ático donde vivo. Me subo al techo con un vodka y empiezo a hablar a través de la pantalla con un vecino cuyos ojos verdes me erizan los brazos. Algo me dice que me estoy metiendo en un túnel, pero quizás ni siquiera sobreviva al coronavirus. Dos tardes después nos juntamos en la plaza, con mascarillas. Me cuenta que es terapeuta en una clínica psiquiátrica. Al quinto día cruzo la calle y me quedo a ver el amanecer sobre su cara y entre los brazos de baterista punk. Tognarelli, quiero que seas mi última felicidad en esta tierra.

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Y escribir algo recordable, como la despedida del poeta Allen Gingsberg en The Economist: 100 obituarios -traducido y publicado por Laurel-, donde el novelista y periodista Keith Colquhoun anotó sobre el autor de “Aullido”: “Viajó por Estados Unidos leyendo sus poemas a grandes audiencias, mayoritariamente jóvenes, que parecían indiferentes al hecho de que muchas veces eran incomprensibles, tal vez porque sus admiradores también estaban profundamente drogados”.

Gingsberg también predicó en Chile, gracias a su amistad con Nicanor Parra y una invitación de la Universidad de Concepción. Apenas aterrizó, en 1959, declaró: “Vengo a coger”. El obituario de la famosa revista estadounidense recuerda que el poeta recorrió “varios países latinoamericanos donde decía estar buscando nuevas drogas”, para después viajar a Inglaterra, donde en una fiesta “se desvistió y colgó del pene un letrero del hotel, ‘no molestar’, (… Y) una vez desconcertó a la policía en una protesta por los derechos civiles en Chicago recitando el mantra ‘om’ siete horas seguidas”.

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En la publicación de Laurel también aparece la necrológica de Momofuku Ando, quien “enseñó que (para alcanzar la felicidad) no es necesario trepar semidesnudo a la cima de una montaña, o meditar por horas (…) uno simplemente debe quitar la tapa, verter agua hirviendo, esperar tres minutos, revolver bien y servir”: Ando es el creador de los fideos instantáneos, en 1958, es decir, el salvador de millones de universitarios y, ahora, solteros inútiles en cuarentena.

“En 2006 un astronauta japonés (misma nacionalidad del inventor) a bordo del transbordador Discovery sorbió de un práctico envoltorio al vacío los fideos del señor Ando. Apareció en los avisos de televisión flotando ingrávido y sonriente, consumado en él el camino hacia la iluminación”, señala el obituario escrito por la periodista y literata Ann Wroe, quien reemplazó a Colquhoun en 2003, quedando a cargo de los obituarios de The Economist, antologados en 2008 e inéditos en español hasta 2019, cuando los tomaron los chilenos de Laurel.

En el prólogo original, Wroe afirma que la “morgue”, es decir, los perfiles que todos los diarios guardan sobre personas destacadas para usarlos en el momento de su fallecimiento, en The Economist “no llega a los diez nombres” y nunca ha podido publicar uno, porque “es una ley no escrita que la gente que está en la morgue no se muere. Alcanzan una especie de vida eterna, cada día más robustos y fibrosos”. Recuerdo la mañana en que desperté con el funeral de Nicanor Parra y, en un conocidísimo diario que me paga por escribir obituarios, no había preparado más que un escuálido diseño de página. A los 103 años jurábamos que el antipoeta era inmortal.

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Otro perfil destacable de la selección de necrológicas es el dedicado a los siete tripulantes del transbordador Columbia, quienes murieron al explotar la nave, en 2003. A bordo iban dos mujeres, una de ella la ingeniera aeroespacial india Kalpana Chawla: “Su carrera había servido durante años a los propósitos políticos indios que creían que la tecnología prometía un futuro esperanzador para todos los indios, un mensaje poderoso en un país donde muchos millones viven en la pobreza. Cuando la tecnología le falló a Chawla, el pueblo de Karnal (donde ella creció) se volcó en sus viejas y fiables costumbres, y encendió inciensos y depositó flores de caléndula junto
a su fotografía”.

Cervantes escribió en El Quijote “busco en la muerte la vida, salud en la enfermedad, en la prisión libertad”. En el camino equivocado de tus penetrantes ojos verdes alterados por el alcohol y los fármacos, a los que solo podía  encontrar en medio de una pandemia, está el temido contagio, la vida eterna o un disparo en la cabeza.

The Economist: 100 obituarios
Keith Colquhoun y Ann Wroe
Laurel (con delivery en Santiago, contacto@laurel.cl)
300 páginas
$16.000

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