El caso de Peñaflor no solo nos llama a reflexionar, sino también a actuar. No podemos permitir que las estadísticas se repitan en 2025 porque se trata de una falla sistémica, una oportunidad perdida de haber prevenido y una infancia perdida. El Estado tiene el deber de garantizar la seguridad de sus ciudadanos, y este deber empieza por legislar con contundencia.
El brutal homicidio de un menor de 11 años en Peñaflor este 14 de enero debe ser un punto de inflexión. Se trata de un menor de edad que por asistir a un partido de fútbol en su barrio, terminó muerto producto de una balacera desatada entre bandas rivales. Pero no se trata de un hecho aislado, sino que es un doloroso recordatorio de una realidad que se repite con alarmante frecuencia en Chile y que necesitamos avanzar en iniciativas que digan fuerte y claro: NO ME DISPAREN.
Entre 2021 y 2023, aproximadamente el 47% de los menores fallecidos por armas de fuego fueron víctimas de las mal llamadas “balas locas”. Y digo mal llamadas porque se trata de balas que no aparecieron de la nada, sino que son productos de disparos percutados por delincuentes o, en algunas ocasiones, por personas inconscientes.
Hasta septiembre de 2024, 39 menores perdieron la vida por violencia armada. Se trata de un fenómeno que afecta principalmente a sectores más vulnerables y cada uno de esos disparos es un recordatorio del fracaso colectivo para proteger a quienes deberían estar más resguardados.
El caso de Peñaflor no solo nos llama a reflexionar, sino también a actuar. No podemos permitir que las estadísticas se repitan en 2025 porque se trata de una falla sistémica, una oportunidad perdida de haber prevenido y una infancia perdida. El Estado tiene el deber de garantizar la seguridad de sus ciudadanos, y este deber empieza por legislar con contundencia.
Por eso ingresé el proyecto “No me dispares” que busca reformar la Ley 17.798 sobre Control de Armas para endurecer las penas por disparos injustificados, especialmente cuando ocurren cerca de espacios sensibles, como jardines infantiles, escuelas y sedes deportivas, o alrededor de menores, personas mayores y personas con discapacidad.
Se trata de una respuesta necesaria ante una problemática que amenaza la seguridad y la vida de nuestras comunidades, y envía un mensaje contundente: la vida y la seguridad de los menores son sagradas.
Sin embargo, endurecer las penas no es suficiente. Es nuestro deber promover una cultura de paz y no violencia. Los disparos injustificados trascienden el peligro físico inmediato; generan miedo, ansiedad y un impacto psicológico duradero. Un niño expuesto a este tipo de violencia puede desarrollar trastornos emocionales que afecten su desarrollo cognitivo y su percepción de seguridad. Un adulto mayor puede ver su salud mental y su calidad de vida gravemente afectadas. Estos daños intangibles también deben ser motivo de acción legislativa.
Al Gobierno le pido que tome este proyecto y promueva su discusión. A mis colegas les digo que en vez de apuntarnos entre los distintos sectores políticos, legislemos para proteger a la población. Y a la sociedad la llamo a comprometernos a exigir y construir entornos seguros, donde nadie tenga que temer que una “bala loca” destruya su vida o la de sus seres queridos.
En memoria del menor de Peñaflor, y de tantos otros que han caído por la voracidad de la violencia y las armas, es nuestro deber actuar con urgencia y determinación. Porque la infancia es el corazón de nuestra sociedad, y cada vida que se pierde es una derrota del Estado, de la sociedad y de nosotros, los políticos. Detener esta escalada debe ser un compromiso de todas y todos.