Por Matías Reeves
FOTO: agencia uno

En su último libro, La democracia en la neblina, Ernesto Ottone señala que lo que hemos vivido con la pandemia “también nos hará preguntarnos sobre nuestra fragilidad, sobre la necesidad de una construcción colectiva que nos proteja, sobre lo irremplazable de lo público para la existencia de lo individual”. Lo bello de la fragilidad es que nos reconoce dependientes unos de otros, es decir, nos hace parte de una comunidad viva que nos acoge y da sentido. Ese valor intrínseco del ser humano es lo que se ha querido desconocer apelando exclusivamente a la libertad individual, desnaturalizando así nuestra biología social. Así, es de esperar que la educación pública esté en el centro de la discusión constitucional pronta a comenzar, por ser el pilar fundamental de la construcción de la República.

La estructura de nuestro sistema educativo es reflejo de la estructura social que propone y se basa nuestra carta fundamental actual. Los proyectos particulares se priorizan ante los proyectos colectivos e incluso sobre el derecho a la educación. En ninguno de los dos numerales del artículo 19 de la actual Constitución referidos a la educación se menciona a la educación pública.

Esto no es coincidencia. La construcción de un modelo de sociedad, cualquiera este sea, tiene como columna vertebral su sistema educativo. Es decir, no debiera asombrarnos que hayamos construido un país estratificado y segregado a su máxima expresión. Así, por un lado, no es sorpresa que Chile tenga un 36% de su matrícula en la educación pública y el restante 64% en educación particular (financiada por el Estado o pagada de manera privada), siendo que en el resto del mundo suele estar en el 10% o menos.

Tampoco sorprenden los grados de segregación social en las ciudades, que luego el sistema educacional se ha encargado de profundizar, dejando a Chile como caso de estudio a nivel global. Esto es fruto de una mirada de la sociedad que se entiende a sí misma como la suma de las mejores posibilidades de vida que cada uno por si solo pueda alcanzar más que como un todo recíproco, solidario y comunitario.

Lee también: Columna de Mónica Rincón por paridad en la CC: “El problema no son las mujeres, son los hombres que están sobrerrepresentados”

Es cierto que esta situación es fruto de una serie de políticas educacionales y atribuírselo exclusivamente a la Constitución sería un reduccionismo injustificable. Pero es igual de cierto que esas mismas políticas han debido realizarse a contrapelo de una cultura que ha estado forjada por la ilusión de la construcción de uno mismo, el mérito individual y el celo a los bienes públicos, y dentro de un marco constitucional de igualdad de trato entre los oferentes.

La supuesta igualdad de trato entre la educación privada y la educación pública, latamente argumentada al momento de discutir sobre los mecanismos de financiamiento a través de una subvención igualitaria per cápita entre establecimientos particulares subvencionados y públicos, no ha sido tal en la realidad, toda vez que la educación pública ha sido arrinconada a la marginalidad y el abandono.

Por un lado, la educación privada tuvo durante largos años mayores oportunidades de recibir estudiantes gracias a la posibilidad y garantía constitucional de “abrir, organizar y mantener establecimientos educacionales” y, en consecuencia, financiamiento público para la creación de nuevos establecimientos. Por otro lado, la educación pública, al estar en manos de una limitada administración por parte de los municipios y sus corporaciones, sufrió de una extrema atomización y limitación estructural para su expansión ante las necesidades de crecimiento demográfico.

Al incrementarse la demanda por establecimientos educacionales, fue el sector particular subvencionado con fines de lucro el que comenzó a crecer de manera masiva desde mediados de los años ’90, frente a la pasividad de la educación pública. Recién el año 2015, con la Ley de Inclusión, fueron modificadas las condiciones para que se pudieran abrir nuevos establecimientos privados. Es decir, como señaló el investigador de la Universidad de Chile Juan Pablo Valenzuela, en su presentación al Congreso el año 2014, “no fue solo preferencias de las familias en contra de la educación pública” lo que hizo caer su matrícula todos estos años.

Lee también: Columna de Claudio Alvarado: Mínimos comunes

A partir del 1 de enero de 2021 el país cuenta con 11 Servicios Locales de Educación Pública (SLEP) operativos, completando así la primera etapa de acuerdo a lo planificado en la ley 21.040, aprobada unánimemente el año 2017, conocida como desmunicipalización. Además, este año se estableció el ámbito de competencia territorial para los siguientes 15 SLEP, alcanzando con esto una cobertura en todo el territorio nacional en los próximos años. Tal y como lo señala Alejandra Grebe, Directora de la Dirección de Educación Pública, en una reciente entrevista con La Tercera “el gran desafío que tenemos es que esta política pública se transforme en una política de Estado”.

Una República no puede ser el resultado de la sumatoria de proyectos particulares, sino la sinergia armónica que requiere cualquier casa común. Con las condiciones actuales, nada impediría que, en un extremo ficticio, se apodere de todos los establecimientos educacionales de una comuna o región algún oligopolio de privados con intereses específicos, por ejemplo, algún grupo religioso, económico o político que cuente con los recursos suficientes para hacerlo.

Incluso pudiera llegar inversión extranjera y tomar ese rol si pusiera los recursos suficientes encima para ser el sostenedor (sin fines de lucro) de todos los establecimientos privados de la zona en cuestión. Si así ocurriese, Chile estaría entregando a un grupo de interés particular todos los proyectos educativos y, en consecuencia, la formación valórica de sus estudiantes. Ya está pasando con la participación extranjera en las empresas del litio, podría pasar en educación también. Es decir, es necesario comprender que “la libertad de enseñanza abre un espacio de creación e innovación educacional; igualmente, garantiza el pluralismo al permitir proyectos educacionales con identidades culturales específicas”, como señala, Cristián Bellei pudiendo el Estado “relacionarse de maneras creativas con las escuelas privadas para promover la cooperación con el sector público y apoyar innovaciones que eventualmente se transfieran al conjunto”, más no desde una lógica competitiva descarnada.

Tener prioridad sobre la educación pública mandata a tomar todas las herramientas posibles del Estado para garantizar el derecho a la educación, sin por eso perjudicar a los demás. Básicamente, subir el estándar de lo posible y pensar con altura de miras en una mejor alternativa.

Es absolutamente necesario que el Estado se vuelque con todo el poder que la soberanía constitucional le otorgue para fortalecer la educación pública como pilar fundamental de la Construcción de la República, pudiendo disponer de los recursos económicos que se necesiten y también de las políticas e instrumentos que le permita garantizar una educación pública digna, que asegure los aprendizajes de estudiantes y, por sobre todo, que trabaje incansablemente por la formación de seres humanos para que puedan desarrollar sus proyectos de vida en plenitud, contribuir a la sociedad, y convivir en paz y fraternalmente. Como dijo Adriana Valdés, esperemos que la nueva Constitución nos emocione, y qué más emocionante que la educación.

Tags:

Deja tu comentario