Por Eduardo Vergara B.

Para muchos no se trata de vivir, sino sobrevivir. Sus vidas están presas en territorios donde durante el día y la noche el sonido de fuegos artificiales se confunde con el de las balas. Donde los espacios públicos, cuando existen, son precarios y las plazas se transformaron en mercados de droga. Donde niños, mujeres y jóvenes son reclutados por el narco para luego ser perseguidos y encarcelados por el Estado. Donde las policías, en su espiral de ilegitimidad, terminan siendo fronteras de control social para impedir que esa inseguridad se escape.

En estas zonas de sacrificio de la seguridad que se encuentran lejos de la vista panorámica de las élites, hace tiempo se vienen generando ollas a presión que cada vez explotan con mayor fuerza. Si el estallido social puso en evidencia los grados de violencia entre los cuales parte de Chile vive y fue relativamente pausado gracias a la llegada de la pandemia, el segundo estallido se está fraguando con más fuerza dentro de estos territorios. Actuar ahí no es solo urgente, sino la principal responsabilidad política, ética y moral que tenemos hoy como país.

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Pero esto no termina ahí. En estos casos el éxito del narco es tal, que logran reducir significativamente los niveles de inseguridad y violencia al tomar control de los territorios. Las disputas terminan cuando una organización logra el monopolio del territorio o, en su defecto, entre diferentes organizaciones se dividen el control de barrios, pasajes y esquinas. Logran así un control total que otorga además la garantía del orden y permite que, a pesar de estar subyugadas bajo el control criminal, las personas logren vivir en una “relativa” paz. La pandemia ha sido la tormenta perfecta para generar todavía más espacio al crimen organizado frente a la incapacidad del Estado en llegar a tiempo a proteger a los más vulnerables.

Los estudios mensuales que realiza el Monitor de Seguridad de Chile 21 ayudan a entender cómo se nutre esta realidad. Por ejemplo, en enero de este año, el 58% de las personas llegaron a afirmar que siempre ocurría venta de drogas en su barrio. Esto ya lo veníamos viendo en los datos de la CASEN, que hace ya tiempo viene dando datos similares respecto al consumo o tráfico de drogas en entornos residenciales y lo mismo frente a ser testigos de violencia, incluyendo balaceras. Todo en un contexto donde cerca del 80% asegura que la policía no se comunica ni coordina con los vecinos. Esto último revela como el problema del Estado no es solo de legitimidad, sino que de eficiencia y eficacia.

Durante el año 2018 demostramos, además, cómo casi la totalidad de las comunas de la Región Metropolitana con índices de pobreza multidimensional sobre la media, experimentaron aumentos promedio de un 14% en delitos violentos. Por el contrario, donde este índice estaba bajo la media, ocurrieron bajas delictuales promediando un -16%. Esta tendencia se mantuvo durante el año 2019 y se evidenció más en los delitos violentos. Durante el año 2020, la historia se repitió: comunas con índices de pobreza multidimensional altos, vieron aumentos de hasta un 204% en robo con violencia, mientras en la realidad opuesta, estos delitos bajaron hasta un -50%.

Como si fuera poco, los homicidios aumentaron un 29% el 2020 y, de acuerdo al Ministerio Público, en ciertos territorios del sur de la Región Metropolitana en un 80%. Con significativas relaciones entre los condenados e imputados por homicidio con violaciones a la ley de drogas y ajustes de cuenta, las armas jugaron también un rol central. De acuerdo a la PDI, el uso de armas en estos delitos ha aumentado en un 39% a nivel nacional y en la RM en un 58%.

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Los datos por si solos suelen ser fríos. Pero basta ver las recientes historias de drama humano compuestas por niñas como Tamara que perdió la bala tras una balacera en Maipú, o el menor de un año y dos meses de edad que finalmente falleció producto de una herida por arma de fuego en el Tabo, o cientos otras personas que viven presas de la inseguridad en zonas urbanas o en otros territorios, para no olvidar la urgencia con la que debemos abordar esta crisis.

La seguridad de las personas no puede depender del lugar donde viven y menos de los ingresos que tienen: la seguridad es un derecho y no un bien de consumo. La responsabilidad de proteger la tiene el Estado y depende de este que las personas puedan vivir seguras. Actuar sobre estas zonas es urgente y el Estado debe mostrar la capacidad de hacerse presente para iniciar una verdadera reforma gracias a pactos sociales que permitan re organizar el mapa urbano, garantizar transporte y conectividad, establecer metas de re inserción, de escolaridad, mejorar el acceso y la calidad de la vivienda, acercar servicios, generar empleo y fomentar la convivencia necesaria para que las personas vuelvan a creer en las instituciones y vivir tranquilas. Esto no excluye las necesarias reformas en inteligencia y a las policías como parte de una labor preventiva y de control efectiva. Pero, además, debemos disputarle de una vez por todas, y en serio, el mercado de las drogas al narco por medio de una estricta regulación legal a las drogas que principalmente proteja a las personas y nos permita financiar mejor educación y prevención, junto con frenar el millonario financiamiento que les entregamos en bandeja para que sigan haciendo crecer su poder particularmente en estas zonas de sacrificio. Lo inmediato es la responsabilidad y coraje político para frenar la obsesiva estrategia de mano dura y populismo penal que sigue empujando un Gobierno que gobierna poco, ya que esto solo seguirá profundizando la desigualdad y reproduciendo nuevas zonas de sacrificio que, inevitablemente, con el tiempo precarizarán todavía más la vida de las personas.

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