Por Matías Reeves
Agencia UNO

Terminó el trabajo de la Convención Constitucional y, con ello, se da inicio a una nueva etapa de dos meses en que el país deberá informarse y debatir para resolver si aprobar o rechazar la propuesta de nueva constitución ¡Viva la democracia! Un momento que a futuro será mirado con la fría distancia del tiempo y nos permitirá analizar no solo las consecuencias políticas del actuar de quienes vivimos esta época, sino también las implicancias educacionales para varias generaciones por venir. En el proceso democrático actual se reflejan día a día los valores y principios que como sociedad transmitimos, la cultura que tenemos para comunicarnos y entendernos. O al menos tratar de hacerlo. Así, todo este período, quizás sin darnos cuenta, se ha convertido en una clase magistral de educación cívica y formación ciudadana, una clase que jamás podríamos haber diseñado de haberlo querido. Ahora bien, esa clase puede ser el reflejo de lo mejor, pero también de lo peor de nuestra cultura democrática. Hasta ahora, al menos, pareciera estar ocurriendo tristemente lo segundo, cosa que es urgente cambiar.

Ya en la comisión Engel se señalaba que el sistema educativo “debe entregar herramientas a niños, niñas y jóvenes para que sean capaces de convivir en una sociedad respetuosa de las diferencias y de participar en la construcción del país, contribuyendo como ciudadanos en diversos ámbitos; para que sean personas con fuerte formación ética, capaces de convivir e interactuar en base a principios de respeto, tolerancia, transparencia, cooperación y libertad”. Dicha comisión asesora presidencial daba luces que, sin una buena educación y formación ciudadana, toda aspiración de lucha contra la corrupción y transparencia en el país no tendría efecto.

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En base a las recomendaciones de dicho informe, el 2016 se aprobó una ley por la que todos los establecimientos educacionales deben elaborar un Plan de Formación Ciudadana para el ejercicio de una ciudadanía crítica, responsable y respetuosa. A su vez, desde el año 2020, se incorporó la asignatura obligatoria de Educación Ciudadana para todas y todos los estudiantes de 3° y 4° medio, que incluye, entre otros, el desarrollo de conocimientos y competencias cívicas y formación ética para fortalecer la formación ciudadana como ejercicio democrático. Finalmente, se persigue que los estudiantes puedan participar en acciones que les permitan buscar el bien común y reconocer y valorar los principios democráticos.

Sin embargo, no es realista pedirles a estos planes, asignaturas, ni al currículum nacional completo, que sean los únicos responsables del comportamiento cívico nacional. Sería una simplificación extrema pensar que con eso se podría lograr una convivencia pacífica y dialogante. Incluso sería injusto cargar con esa responsabilidad exclusivamente a las escuelas, liceos, colegios y cualquier institución formal de educación y, consecuentemente, a profesoras y profesores. No hay duda del rol fundamental que las escuelas tienen, pero no, no son ellas las exclusivas responsables.

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El comportamiento y tono de los debates que se pueden observar en medios de comunicación, redes sociales, e incluso en chats de WhatsApp o comidas familiares, son un ejemplo práctico de cómo se deben tratar las diferencias. No hay teoría ni clase que pueda contrarrestar una cultura. Cuando se ataca, agrede o denosta a quien tiene una opinión distinta, se está enseñando que ese es el modo de enfrentar la diferencia. Puede que sean pocas personas quienes se comporten así, dirán algunos, pero la amplificación que tienen los medios, particularmente la caja de resonancia que son las redes sociales, afecta al modo de convivir en sociedad.

Una de las llamadas habilidades del siglo XXI, junto con la creatividad, innovación, resolución de problemas, comunicación, entre otros, es el pensamiento crítico. Este consiste en la capacidad de analizar y evaluar razonamientos, sobre todo aquellos que se consideran obvios y dados en una sociedad. Esta capacidad de cuestionamiento habilita a las personas a tomar sus propias decisiones luego de una evaluación personal y reflexiva. Entonces, el pensamiento crítico es clave en una sociedad como la actual donde abundan las – hoy conocidas – fake news y la desinformación.

Conozco gente que votará rechazo, gente que votará apruebo, y otra que aún no sabe. No sólo conozco, es gente que quiero. No hay para qué atacar ni denigrar. No hay porqué minimizar la opinión distinta. Sin embargo, todos hemos visto cómo se ataca rápidamente esa opinión diferente. Es justamente ese comportamiento el que atenta contra la formación ciudadana, el que no permite desarrollar el pensamiento crítico. Es ese comportamiento que critica al otro por pensar diferente, el que le quita la dignidad a quien ha decidido por voluntad propia tener una opinión fundada. La crítica no es lo mismo que un pensamiento crítico. Si realmente creemos que todos somos iguales en dignidad y derecho, debemos también asegurarnos que podamos defender una igualdad democrática, como lo expresara la filósofa Elizabeth Anderson.

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En septiembre 2021, aún en plena pandemia, el historiador Peter Brown dio una lúcida entrevista a la periodista Paula Escobar para el diario La Tercera, de donde destaco tres grandes ideas fuerza: i) “nada de lo ocurrido en el pasado debe ser cancelado”; ii) “quizás dentro de 50 años miraremos hacia atrás y diremos que esto fue una crisis de confianza” (en referencia al estado de crisis generalizada en que vive el mundo actualmente); y iii) “como sabemos, las élites son infinitamente capaces de alarmarse. Viven alarmados, son los primeros en denunciar nuevos fenómenos”.

La sabiduría de sus palabras nos debe hacer tomar consciencia de la importancia de reconocer la historia, de tomar la distancia que sea necesaria para reflexionar y analizar los argumentos más allá de la coyuntura y, en especial, reconocer que muchas veces las fricciones han sido potenciadas y exacerbadas por las alarmas desmesuradas que transmiten las elites al resto del país, como bien lo señaló recientemente Arturo Fontaine en entrevista con El Mostrador diciendo que “quienes están polarizado al país ahora no es el pueblo, son las elites”.

Desde esta perspectiva, el modo en que se desenvuelve una persona en un debate es también un modo de demostrar lo que se entiende por una persona educada, y con ello, cómo se impregna en la cultura de la sociedad el modo de entender y vivir la educación ciudadana.

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Si la comprensión de lo que se puede considerar una definición de una persona educada está sujeta a las reglas de la sociedad a la que se pertenece, es decir, un modo civilizatorio de convivir, se hace necesario encontrar cuáles son esas reglas, cómo se establecen para que sean aceptadas y legitimadas por las personas pertenecientes a esa sociedad, y de qué manera las personas podemos aprender a convivir bajo esas reglas. Por razones de extensión, me concentro en la tercera de estas preguntas, dejando para otro momento la legitimidad y naturaleza de las reglas.

Entender a una persona educada como alguien que aprende a convivir podría asimilarse al entendimiento de Aristóteles de lo que es una persona educada. En su propuesta, ella es quien vive en una comunidad y ejerce su razón e intelecto en búsqueda de la virtud y el balance vital que nos ayude a comportarnos adecuadamente en cada situación que la vida nos presente para alcanzar un buen vivir.

En conclusión, el cómo llevemos adelante el debate democrático tiene implicancias muy profundas de las que debemos hacer conscientes. No es gratis el modo ni el tono que se emplea cuando se debaten ideas a quien piense diferente. No es inocuo que se usen calificativos o agresiones. Estos modos son y serán el reflejo de la educación que se quiere entregar a millones de niñas, niños y jóvenes para un verdadero desarrollo del pensamiento crítico. El actual proceso deliberativo exige que toda persona explore sus propios modos de relacionamiento, que se conozca y entienda a sí misma primero, que se pregunte desde el genuino interés por entender y que se converse tomando en consideración tanto la historia como el futuro. El debate democrático debe ser siempre una gran clase magistral de educación ciudadana tanto en el país como en la casa, toda vez que no dura un proceso constituyente de estas características solo dos meses, ni un año, sino toda una década.

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