El PDG debe decidir si su capital político se administra como socio estable, como bisagra táctica o como expresión de un descontento que todo lo somete a plebiscito. El verdadero precio del acuerdo será cuánto estén dispuestos todos a ceder para que esa tercera fuerza no termine siendo, otra vez, un factor de inestabilidad más que de gobernabilidad.
En los días posteriores a la elección de primera vuelta presidencial y parlamentaria se ha repetido con fundamento que el Partido de la Gente (PDG) reúne las condiciones para reclamar la posición de “tercera fuerza”, estamento que hace menos de 10 años parecía tenerlo el Frente Amplio como alternativa lo que llamaban el “duopolio” de Derecha-Concertación devenida en Nueva Mayoría. El sorpresivo tercer lugar y caudal de votos de Franco Parisi y el hecho que su partido consiguió escaños suficientes para inclinar la mayoría en la Sala tanto para la derecha como para la izquierda lo convierte en candidato a ser la “bisagra” en futuras votaciones relevantes. Pero ello es una parte de la historia y la gobernabilidad Ejecutivo-Legislativo que necesitará el futuro gobierno pasa también por otros tableros y compromisos. Así, mucho menos se ha discutido qué estarían dispuestos a conceder los otros dos tercios para cerrar con el PDG un acuerdo legislativo sostenible y, sobre todo, qué temas son simplemente intransables para cada bloque.
El foco hoy está en el poder de negociación del PDG, que no se agota en el arrimo de los 14 a la votación de proyectos en Sala o en los codiciados espacios para presidir el hemiciclo. El próximo acuerdo administrativo que resuelva la Cámara Baja durante el verano deberá repartir también los 13 asientos en las 27 comisiones permanentes. Como cada diputado suele integrar solo dos o tres comisiones (la presidencia de la Cámara suele quedar eximida o con una carga menor), bajo esas condiciones, la derecha más el PDG pueden aspirar a una mayoría sistemática de 8–5 en buena parte de las comisiones, mientras que un entendimiento PDG–izquierda solo permitiría combinaciones más ajustadas, del orden de 7–6, con algunos espacios 8–5.
Para las bancadas de derecha, la pregunta es cuánto está dispuesta a entregar para asegurar esos números de control nominal de las instancias donde ocurre el debate más técnico y profundo de los proyectos de ley. Un pacto con el PDG le permitiría controlar la Mesa, las comisiones “premium” (Hacienda y Constitución, y de seguro Seguridad, Economía y Trabajo) y, eventualmente, los cuatro séptimos para reformas constitucionales. A cambio, debería aceptar que el PDG gane visibilidad en materias emblemáticas para su electorado: condonaciones financieras, alivios tributarios específicos o agendas de seguridad de alto impacto comunicacional. El límite más evidente, sin embargo, es reabrir retiros de fondos previsionales. No solo por convicción doctrinaria, sino porque repetir esa experiencia tensionaría la estabilidad macroeconómica y el diseño de un eventual programa de gobierno de José Antonio Kast.
La izquierda enfrenta dilemas similares. Un acuerdo con el PDG le asegura la gobernanza interna de la Cámara, pero no los cuatro séptimos. Podría ofrecerle presidencias de comisión y participación destacada en Seguridad y Desarrollo Social, además de un rol visible en la discusión sobre alivios financieros a hogares endeudados. Sin embargo, su propio equipo económico ha marcado límites: Luis Eduardo Escobar, asesor de Jeannette Jara, ha descartado impulsar nuevos retiros y ha insistido en la necesidad de preservar el ahorro previsional y la estabilidad fiscal. Ceder en ese punto siendo opositor atraerá a algunos pero supondría un giro programático con el actual gobierno que la izquierda difícilmente puede sostener frente a sus propias bases y al sector privado.
También hay líneas rojas políticas. Ni la derecha ni la izquierda pueden aceptar un esquema en que la Comisión de Constitución quede totalmente fuera de control, transformada en una plataforma permanente para plebiscitar retiros u otras demandas de corto plazo. Tampoco pueden resignar, sin costos internos, la presidencia de la Cámara por más de un año a un partido que se presenta como antiestablishment y cuyo desempeño previo no ofrece garantías de disciplina.
De hecho, el otro gran factor de la ecuación es la gobernabilidad interna del propio PDG. Como fue destacado por “Candidaturas Chile”, el proyecto conjunto de Unholster y Azerta, ya su plantilla de candidaturas tenía la menor proporción de incumbentes o experiencia política/electoral previa de todo el arco político y ya muestra tensiones públicas. La proyección de Pamela Jiles como eventual jefa de bancada y sus declaraciones de “hacerle la vida imposible” a un gobierno de Kast generaron respuestas inmediatas de diputados electos de su partido que pidieron autonomía y moderación. Si a ello se suma la idea de someter las grandes decisiones a consultas horizontales con la militancia, el riesgo para cualquier coalición es evidente: negociar con una contraparte cuyo mandato puede revertirse en tiempo real o fracturarse según la presión de redes sociales pierde valor.
La experiencia reciente del fallido acuerdo administrativo 2022–2025, que terminó en renuncias anticipadas, elecciones polarizadas de la Mesa y desconfianza entre bancadas, es una advertencia. Ningún sector puede darse el lujo de firmar un pacto que parezca aritméticamente impecable, pero políticamente inviable.
En definitiva, la cuestión no es solo cuán atractivo es el voto del PDG, sino bajo qué condiciones están dispuestos los otros bloques a firmarlo. La derecha difícilmente transará en materia de retiros previsionales y disciplina fiscal; la izquierda no puede renunciar a cierta coherencia con su propia reforma de pensiones. Del otro lado, el PDG debe decidir si su capital político se administra como socio estable, como bisagra táctica o como expresión de un descontento que todo lo somete a plebiscito. El verdadero precio del acuerdo será cuánto estén dispuestos todos a ceder para que esa tercera fuerza no termine siendo, otra vez, un factor de inestabilidad más que de gobernabilidad.
Ian Mackinnon es socio y Director de Asuntos Públicos de Azerta