Por Álvaro Vergara

La palabra democracia se convirtió en una muletilla. A nuestra vista y paciencia se ha vuelto una práctica común acudir a dicho término para resolver o zanjar a priori la legitimidad de una agenda particular, saltándose así cualquier discusión sobre la misma. La dinámica es perniciosa: como la palabra sirve tanto para salir de un aprieto como para respaldar algún punto de vista (sin justificación alguna), los incentivos a emplearla son altos. Bajo esa lógica se ha llegado a decir cosas tan dispares como que el aborto o el funcionamiento de los medios de comunicación deben ser “democratizados” para la población. Nunca será lo mismo hablar de un proceso a secas que de un “proceso democrático”, de gobierno en vez de “gobierno democrático” o de Constitución en lugar de “Constitución democrática”.

Que algo o alguien sea tildado de “demócrata” entonces se traduce, en la práctica, en pura ganancia, pues logra brindar respaldo y confianza al mensaje comunicado. Decirle a otro que es una persona democrática es un cumplido; en cambio, tildarlo de antidemocrático, es un insulto. De tal forma, si “lo democrático” se entiende hoy como una cosa intrínsecamente buena, la propagación de este término suele ser considerada como ganancia para la comunidad. No es casual, por tanto, que el presidente Boric utilice a menudo la grandilocuente frase de que “los problemas de la democracia se resuelven con más democracia”. Pero ¿qué quiere decir realmente con eso? ¿Qué significa el término para él? ¿Cuáles deben ser los mecanismos democráticos idóneos? Hasta ahora no se ha pronunciado al respecto.

Lo delicado del asunto es que quien abusa de la utilización de un término no contribuye a la preservación de lo que este intenta representar. De hecho, el uso indebido difumina sus límites, haciendo que la representación conceptual pierda fuerza. El fenómeno, en ese sentido, puede explicarse de manera similar a la inflación económica de un determinado bien donde, mientras más se tenga de este producto, más valor perderá. En este caso, mientras más se utilice instrumentalmente la palabra “democracia”, más se enturbiará su sentido. Es similar a lo que ocurre en el lenguaje de los derechos: cuando se tiene derecho a todo, al final no se tiene derecho a nada.

Por lo mismo, quienes suelen presentarse a sí mismos como “demócratas”, deberían ser conscientes de los límites de dicho recurso, puesto que si le atribuyen poderes que van más allá de sus posibilidades, las expectativas no cumplidas pueden terminar debilitando a la democracia, cuestionándola e incluso precipitándola a un posible quiebre.

Prueba de lo anterior fue el pasado y fallido proceso constituyente. Con tal de usufructuar de esa instancia, la coalición del presidente Boric fue enfática en presentarla como la instancia más democrática en nuestra historia republicana. Recordemos la famosa frase contra la cual casi no se admitían réplicas: este es el único proceso en el mundo con escaños reservados, paridad y participación de independientes asegurada. Conviene tener también presente cómo se descalificaba y apuntaba a quien se atrevía a contradecir dichas suposiciones, era descalificado y apuntado, puesto que dicha fórmula se presentó como un supuesto “logro civilizatorio”. ¿Y qué pasó al final? Se depositaron tantas esperanzas en una determinada nueva forma de representación que, ante su total y esperado fracaso debido en parte a la dispersión de intereses y visiones, se terminó cuestionando al mismo concepto que deseamos preservar: la democracia. Lo peor es que muchos representantes provenientes de ese mundo persisten en replicar un modelo similar bajo el mismo argumento: limitar la elección es limitar la soberanía popular y, por tanto, es “antidemocrático”.

Pero la democracia no tiene resistencia infinita. Ella posee límites delicados y si deseamos mantenerla, es un imperativo protegerlos. Lo anterior no significa que debamos realizar grandes sacrificios. Basta con recordar, por ejemplo, que este sistema solo funciona bajo el imperio de fuertes restricciones. Esos límites son fundamentales, porque sin ellos no lograría protegerse de los que quieren ir a por todo, ya sean mayorías o un montón de minorías reunidas temporalmente. Experiencias como la fallida Convención, donde el discurso se llevó al máximo no tienen, tuvieron, ni tendrán nada que ver con el verdadero significado de democracia. En efecto, democracia no significa que la mitad más uno tiene derecho a modificar lo que desee, sino que más bien constituye un sistema cuya única y principal finalidad es servir como un medio (y nunca un fin) por el cual podemos elegir a nuestros gobernantes y permitir su reemplazo en el poder. Un fin escueto, pero tan noble como imprescindible.

Muchas veces la participación excesiva termina tensando la democracia y sus formas hasta arruinarla. Los excesos nunca son buenos, las grandes simplificaciones tampoco. Como dijo el filósofo Pierre Manent: la democracia es una forma muy exigente de gobierno, la más exigente. Tomémosle, por lo tanto, el peso.

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