Por Álvaro Iriarte
ARCHIVO / AGENCIA UNO

El reciente escándalo que afecta a ENAP producto del programa piloto “Gas a precio justo” del gobierno del Presidente Boric debería servir para revitalizar el debate en torno a las empresas de propiedad el Estado, en especial en medio del segundo proceso constitucional en que se encuentra embarcado Chile desde 2020. Lo sucedido no llama la atención para todos los que somos críticos del llamado “Estado empresario”, y que abogamos por la existencia de todo un sistema de restricciones y limitaciones para que el Estado participe en actividades económicas. El fracaso del plan piloto era desde esta perspectiva más que esperable, pues se implementó en base a criterios no económicos.

No obstante la experiencia histórica, en especial la nacional, al parecer existe en la sociedad chilena una suerte de obsesión con las empresas de propiedad estatal. En efecto, estudios de opinión realizados luego del anuncio del presidente Boric de crear una empresa estatal del litio -rimbombantemente llamada “Empresa Nacional de Litio”- muestran que existe una importante adhesión o aprobación a la creación de esta entidad, y más aún, a la existencia y creación de empresas estatales. ¿Por qué se produce esta situación? Hay algunos lugares comunes que sostienen esta adhesión, los que merecen un análisis inmediato.

Primero, se utiliza hasta el cansancio el eufemismo “empresa pública” o “empresa nacional” con la finalidad de reforzar majaderamente que estas empresas serían propiedad de “todos los chilenos”. Este mito permite justificar una serie de situaciones que no resisten el menor análisis en una iniciativa empresarial de carácter privado, y ha sido empleado por los promotores de una activa participación del estado en la actividad económica: que la función de la empresa estatal no es generar utilidades, que debe desempeñar un rol social y público que no cumplen las privadas, que sus decisiones quedan sometidas a otros criterios -políticos y sociales- y no exclusivamente a criterios económicos.

Segundo, se asocia con las empresas del Estado una serie de virtudes como que supuestamente se preocuparían más del medioambiente y tendrían una mejor relación con las comunidades. En este aspecto, la verdadera gran diferencia entre una empresa estatal y una privada radica en que siendo el mismo Estado el que fiscaliza el tema ambiental y el que finalmente condena y sanciona, no es de extrañar que las empresas de su propiedad tengan menos problemas en materia ambiental. El caso que confirma esta regla no escrita es precisamente el de la Fundición Ventanas en Quinteros.

Finalmente, las complicaciones que aquejan a las empresas del Estado siempre se atribuyen a un problema de recursos, nunca de gestión, administración o malas decisiones. Cada vez que una empresa estatal termina con pérdidas, los defensores, tanto aquellos que trabajan en la empresa como aquellos que no, sostienen que el problema es una falta de capitalización y que eso es lo que la deja en desventaja frente a los competidores privados (en el caso que los tenga). Así, existe una suerte de obligación de otorgar infinitos recursos a una empresa estatal, a la que además no se le pueden exigir resultados como a una empresa privada

¿Cuál es el posible origen de esta particular fascinación nacional? Al parecer son varios factores que pueden dar luces sobre el origen de esta actitud. La experiencia de la importación por sustitución de importaciones (ISI) y la industrialización del país de la mano de CORFO proyectan su sombra hasta nuestros días en el ideario colectivo; no obstante un resultado más bien cuestionable desde la perspectiva del cumplimiento de los objetivos que inspiraron la adopción de esta política. Desde otra perspectiva, la situación privilegiada de monopolio que tuvieron varias iniciativas estatales distorsionaron irremediablemente la percepción ciudadana, a tal punto que no son pocas las personas que creen que diversas empresas estatales eran muy exitosas y que fueron desmanteladas y boicoteadas para implementar las reformas económicas que liberalizaron la economía de Chile.

Se trata de una suerte de mito político e institucional, que a estas alturas tiene un carácter fundacional no sólo para los diversos sectores de izquierda política del país, sino que también para cada vez más sectores que reivindican alguna forma particular de nacionalismo económico en las derechas.

En el caso de las izquierdas, con más o menos devoción se defiende el rol del Estado en materia empresarial, y en algunos casos alcance un verdadero celo religioso: es un anatema plantear la más remota posibilidad de privatizar, concesionar o desprenderse de cualquier empresa estatal. Más preocupante aún, no existe en parte importante de las derechas una reflexión profunda sobre el Estado empresario. La coalición de partidos políticos de centroderecha no ha desplegado una agenda potente de privatización o reforma profunda de empresas estatales, y en sus dos últimos gobiernos no marcó un punto de inflexión en esta materia: no se contempló la privatización parcial o total de ninguna empresa estatal deficitaria así como tampoco una fórmula de concesión; simplemente mantuvieron el status quo.

Desde el inicio del proceso constitucional, diversos sectores de izquierdas han insistido con fuerza en las más diversas propuestas para retornar a la época del intervencionismo y dirigismo estatal de la actividad económica bajo diversas argumentaciones tales como la igualdad y distribución de la riqueza, la protección del medioambiente y la titularidad estatal de los recursos naturales. En efecto, en el texto rechazado en septiembre de 2022 se buscaba asignar un rol predominante y casi excluyente al Estado en la actividad económica del país en desmedro de los particulares. Específicamente en materia de Estado empresario la consigna ha sido eliminar o reducir casi al mínimo las limitaciones para la participación en la actividad económica, en desmedro de la iniciativa de los particulares.

Los acontecimientos históricos –nacionales y extranjeros- han mostrado que por regla general el Estado abusa de su posición de poder para que sus empresas tengan ventajas artificiales, para relajar el cumplimiento de las normas legales y administrativas o simplemente termina por emplear criterios políticos y no económicos para tomar decisiones relevantes. La participación en la actividad económica no es una acción esencial o indelegable del Estado, y por tanto ésta debe ser excepcional y limitada, precisamente para no asfixiar la actividad de los particulares. Existen motivos razonables para que el Estado participe de ciertas actividades, como la industria asociada a la seguridad nacional, pero se debe asumir que tendrá más costos que beneficios en lo estrictamente empresarial.

Esta percepción distorsionada del Estado empresario, y en particular de las empresas de propiedad estatal como pilares de un modelo de desarrollo económico nacional obsoleto y fracasado, no reconoce los problemas que la participación activa del Estado a través de empresas ha generado en la historia reciente. Asimismo, aborda la iniciativa económica no desde la perspectiva de una garantía para las personas y los cuerpos intermedios, sino que derechamente desde una perspectiva de poder y control que debe ser ejercida por el Estado. De alguna manera, los elementos filosóficos más profundos de esta visión implican desconocer el impacto de una economía libre y de un Estado que se dedique a funciones esenciales para la vida en comunidad y no a realizar actividades económicas guiado por otros criterios que no sean precisamente económicos

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