Por Mónica Rincón
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Publicado por pazarancibia

Hemos hablado y condenado la violencia estructural, la que se expresa en desmanes, pero es triste y preocupante constatar que esas violencias van dejando a su paso una descalificación profunda del otro, a una deshumanización del que no piensa igual.

“Roto, devuélvete a tu población”, “cuico abusador”, “amarillo”, “comunista” y “facho” son insultos que escuchamos demasiado a menudo.

Se entiende la angustia y el estrés, pero hay situaciones que debieran alertarnos. Hay miedo a la violencia, a no llegar a fin de mes, a que nada cambie.

Pero en días en que tengo muchas más preguntas que respuestas, dudas que certezas, hay algunas convicciones que siempre siempre deben separar a una sociedad de la barbarie.

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Tal vez la más profunda de ellas es la dignidad de la persona y sus derechos humanos, sociales y su derecho a vivir en paz. Una paz que no debe ser sinónimo de inmovilidad sino de transformación hacia una sociedad más humana y respetuosa de todas y todos.

No tiene nada de valiente pedir que corran balas o querer incendiar este país. No es desde la cenizas que se reconstruye una democracia, es desde el esfuerzo honesto, desde el respeto al otro.

Al otro que no se lo respeta porque sea buena persona, porque piense como uno o porque tenga una trayectoria que lo haga “respetable”. No, simplemente porque es persona.

Porque la violencia verbal, la física o la estructural degrada al que la padece, a quien la ejerce y a quien la tolera. Y finalmente degrada el alma de un país y su convivencia.

Y ahí no gana ni el más justo ni, por cierto, el más vulnerable. Ahí gana el que pisa más fuerte, el que golpea más duro. Y ahí, el resto perdemos tanto como no nos hemos dado cuenta aún.

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