Por Alfredo Joignant

Por fin, se está abriendo paso la idea de reformar el sistema político: el discurso del presidente Gabriel Boric en la última reunión de Enade permitió aclararlo.

Quienes no lo tienen claro son algunos cientistas políticos chilenos. En los últimos días, se han enfrascado por diarios y redes sociales en una disputa para cerciorarse si la fragmentación, o la supuesta diversidad político-cultural que se encuentra representada por 21 partidos en la Cámara de Diputados, es algo virtuoso o vicioso, si lo que predomina es el personalismo o el efecto institucional del número efectivo de partidos.

Todos sabemos que una reforma aislada no produce grandes consecuencias: a modo de ejemplo, establecer un umbral del 5% para que un partido acceda a algún escaño en la Cámara de Diputados, puede ser un ejercicio gratuito si no está acompañado por otras reformas.

Las propuestas llueven.

Estamos enfrentados a un eterno dilema normativo: ¿hasta qué punto, y en qué medida debemos proteger el ideal de gobernabilidad, sin sacrificar el ideal de justicia de la representación?

¿Establecer un umbral de acceso a la representación en el 5%?

¿Castigar con la pérdida del escaño al parlamentario que se evade del partido bajo el cual fue elegido?

¿Regular la disciplina partidaria en el Congreso a través de órdenes de partido en materias calificadas?

Puede ser.

Lo que no puede ocurrir es plasmar en la reforma todas las propuestas del mundo, para satisfacer preferencias personales y aspirar a, como se dice, “un cambio de verdad”.

Habrá que elegir pocas reformas para abrir la ruta del cambio en el funcionamiento del sistema político.

Lo relevante es que la o las reformas políticas tienen inesperadamente piso político.

En tiempos de tanto disenso, es una gran anomalía.

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