Por Daniel Matamala
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La crisis de la Iglesia Católica parece no tener fin. Las revelaciones de abusos y encubrimiento siguen una tras otra ante una institución que parece paralizada para tomar medidas de fondo y sólo reacciona con mucho retraso a lo que era evidente: por ejemplo, que Ricardo Ezzati no podía seguir como arzobispo de Santiago. ¿Por qué esta impotencia? Al menos en parte, es un asunto de estructura.

“Osorno sufre, sí, por tonta”. ¿Se acuerdan de esa frase? Cuando los laicos de Osorno se movilizaban contra el obispo Juan Barros, desde el vaticano Jorge Bergoglio les respondía así. Y los seguía desestimando al visitar Chile, hace poco más de un año. “No hay una sola prueba contra Barros, todo es calumnia”, decía.

Fue recién el fracaso de su visita el que hizo al Papa entender algo que la sociedad chilena y los fieles católicos sabían hace mucho tiempo. Es que una estricta jerarquía en que un solo hombre designa a dedo desde el Vaticano a 5.132 obispos, no puede funcionar bien. Una en que la carrera de 413 mil sacerdotes en todo el mundo no depende tanto de su “olor a oveja”, como le gusta repetir al Papa, sino de su capacidad para ascender en un laberinto de lealtades y jerarquías.

Entonces la acción no llega. “Nos encontramos con perdón y vergüenza en lugar de las acciones”, decía José Andrés Murillo

Otro gallo cantaría en una iglesia más horizontal y más democrática, como lo son por ejemplo las iglesias protestantes, una en que los obispos respondieran a sus comunidades antes que a un lejano y aislado pontífice en Roma.

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