Por Gloria de la Fuente

El Índice de Integridad de la Defensa del Gobierno 2020, desarrollado por Transparencia Internacional, evalúa la calidad de los controles institucionales que los gobiernos poseen para gestionar el riesgo de corrupción en los organismos de defensa y seguridad de sus Estados. En él, se ubica a los distintos países en una métrica de riesgo de corrupción que va de la A a la F, desde muy bajo a un nivel crítico.

En el último levantamiento de este indicador, Chile se posicionó en la categoría D (riesgo alto) junto a Argentina, Portugal, Rusia, Grecia, Kenia y Uganda, entre otros. Para más contexto, Nueva Zelanda habita en solitario en el grupo A; Reino Unido, Alemania, Suiza y Noruega ocupan el grupo B; y Brasil y Colombia fueron los países latinoamericanos mejor evaluados, compartiendo el grupo C con EEUU, Canadá, Australia, Francia, Italia, Japón e India. A su vez, México se ubicó en el grupo E y Venezuela, en el F.

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La reciente publicación de este índice y la baja posición que ocupa Chile en el mismo, nos invita (una vez más) a hablar de la relación que las Fuerzas Armadas (FFAA), y las Fuerzas de Orden y Seguridad han tenido y tienen con la transparencia y la lucha contra la corrupción.

Durante la década de los noventa, Chile se jactaba de ser una excepción en Latinoamérica respecto a sus niveles de corrupción, posicionándose como el país más probo de la región. En ese entonces, las irregularidades y el mal uso de recursos públicos por parte de las fuerzas policiales y militares eran prácticas ajenas a nuestra realidad; o por lo menos, éstas no se conocían a través de los medios de comunicación. Pero el nuevo milenio y el advenimiento de nuevos estándares de transparencia estatal evidenciaron una realidad distinta: no éramos mucho mejores que nuestros vecinos y al interior de nuestras Fuerzas Armadas, de Orden y Seguridad, existía una profunda opacidad que propiciaba la corrupción, afectando -aunque no seamos plenamente conscientes de ello- sus capacidades para ejercer el importantísimo rol para el cual están destinadas.

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Así, algunos de los casos de corrupción y desvío de dineros públicos de la historia de Chile han ocurrido precisamente en estas instituciones: Carabineros de Chile (“pacogate”), cuyo desfalco asciende a más de $35.000 millones y el Ejército de Chile (“milicogate”), con más de $6.000 millones en diversas aristas de desvío de recursos que aún se investigan. La PDI tampoco ha estado exenta de cuestionamientos por presuntas irregularidades de su ex Director General.

Su rol de protectores de la seguridad del Estado dota a las FFAA y a las policías de ciertos miramientos a la hora de publicar cómo y en qué gastan sus dineros, pues se entiende que cierta información en manos no adecuadas podría usarse en detrimento de la seguridad del país. Así, cuentan con leyes reservadas que protegen de la luz pública algunos de sus procedimientos, dando un margen mayor para la denegación de solicitudes de información a la ciudadanía, lo que la diferencia de otros organismos sujetos a la Ley de Transparencia.

No obstante, como todo organismo del Estado no se encuentran eximidos de la rendición de cuentas y la invocación a dicha causal debe ser utilizada con responsabilidad. Sobre este punto, llama la atención, por ejemplo, que desde el 2013 a la fecha, las tres ramas de las Fuerzas Armadas han recibido más de 12.500 solicitudes de acceso a la información a través del Portal de Transparencia del Estado, de las que se han generado casi 1.000 reclamos por no entrega de información (un 70% de parte del Ejército), la mayoría invocando la causal de “seguridad de la nación”.

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Dicha permanente interacción entre las FFAA y de Orden y el Consejo a propósito de la revisión de amparos de la ciudadanía ha permitido establecer un provechoso diálogo con los organismos en cuestión, que ha redundado en mayores grados de transparencia y de apertura hacia el escrutinio social, promoviéndose los derechos de la ciudadanía sin poner a la nación en riesgo. En el mismo sentido, imposible desconocer el avance crucial que significó en esta materia la derogación de la “Ley reservada del Cobre”, la que previo a ello había sido anulada de facto por una decisión del Consejo para la Transparencia que ordenaba su entrega.

Debemos seguir recorriendo este camino de apertura. La senda está clara, pues aquello que nos tiene en la riesgosa categoría D de Transparencia Internacional, refiere a mecanismos que ya están instalados o poniéndose en marcha y solo requieren maduración, profundización y una efectiva implementación en aras de la instalación de una cultura de la transparencia, para lo cual el Consejo para la Transparencia estará siempre disponible.

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