Por Tomás Villarroel
ARCHIVO / CAPTURA / EFE

A más tardar desde esta semana la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, debería haber dejado de ser una perfecta desconocida para la media nacional. Su reunión con el presidente Boric y con otros representantes nacionales, así como los proyectos de colaboración para la producción de hidrógeno verde, la puso en portadas de la prensa y en los títulos de los noticieros nacionales.

Con todo, uno podría preguntarse a qué se debe la mención de Von der Leyen en una columna sobre Turquía. Dicho con otras palabras ¿qué relación tiene Von der Leyen con Turquía? En principio un nexo menor, toda vez que Turquía no es miembro de la Unión Europea y la aspiración de llegar a serlo se ha esfumado con los años hasta convertirse en una quimera.

El asunto entre la presidenta UE y Turquía fue el llamado Sofá gate, situación que apenas habría pasado como un impasse menor, si no fuera por lo representativo que es de la actual Turquía y por la grave tensión en la que puso a ciertos valores caros para el mundo occidental.

Corría abril del año 2021 y la presidenta de la Comisión Europea se encontraba de visita en Turquía junto con el presidente del Consejo Europeo, Charles Michel. Al ingresar a una sala de reuniones, un funcionario del gobierno turco señaló las sillas que estaban dispuestas: una para Erdogan y una para Michel. Faltaba una silla para la presidenta. Ante el evidente desconcierto y molestia de Von der Leyen se le indicó que tomara asiento en un sofá alejado de las sillas que ocupaban los dos hombres, marginalizándola del epicentro de los sucesos.

El episodio descarta cualquier duda: la presidenta de la Comisión Europea fue degradada en Turquía a un lugar periférico por su condición de mujer. Y si apareció en la foto oficial del encuentro fue gracias a la mediación del presidente del Consejo, Michel. De lo contrario, quedaba fuera. Lo que en Europa y en el mundo occidental fue motivo de escándalo -se acusó el flagrante machismo del protocolo turco-, en la Turquía actual se ha normalizado.

El Sofá gate es un caso, entre muchos, que ilustran la deriva que ha seguido Turquía en los últimos años (y decenios) bajo la égida de Tayyip Erdogan. Una deriva crecientemente autoritaria y represiva. Por eso las elecciones presidenciales celebradas hace dos semanas suscitaron tanto interés en el mundo y no pocas esperanzas entre los detractores de Erdogan. Especial interés porque antes de las elecciones el líder opositor, Kemal Kilicdaroglu, lideraba y tenía, según las encuestas, buenas probabilidades para derrotar al presidente en ejercicio.

Con todo, el resultado defraudó las expectativas y, si bien ganó por un margen estrecho del 52%, la realidad es que Erdogan seguirá otros 5 años en el poder. El período presidencial es un botón de muestra de una regresión autoritaria de manual. Esto, pues el año 2017 alargó el período presidencial de cuatro a cinco años. A lo anterior hay que agregar que lleva 20 años en el poder, que convirtió el régimen parlamentario en uno presidencial, el monopolio casi completo de los medios de comunicación, y que en los últimos años ha implementado una política de persecución judicial implacable contra voces críticas en el ámbito del periodismo, de la literatura y de las artes. Demás está por mencionar el magro balance en el ámbito de la tolerancia religiosa y cultural, tendencia decididamente impulsada por el islamista Erdogan.

Uno de los pocos elementos democráticos que aún queda es la posibilidad de la realización elecciones con candidaturas opositoras reales, en este caso la de Kilicdaroglu. Con todo, y haciendo esta salvedad, podemos observar una matriz común que une a distintos líderes en la tendencia actual hacia la regresión autoritaria o dictatorial: lo que une a Erdogan con Chávez-Maduro, Putin y Orban es el desmantelamiento sistemático de la democracia y de las libertades desde adentro. Ya no hace falta el golpe de estado, la instigación de la guerra civil y otras formas brutales de llegar al poder. La ruta hacia el poder autocrático parte desde la democracia y desde la realización de elecciones libres. La democracia liberal se restringe, se coarta y finalmente se asfixia no en el origen, sino en el camino. No pocas veces se da a través de simples reformas que al comienzo no revisten necesariamente un peligro.

El resultado final está a la vista. La consecuencia es un mundo que, en vez de acercarse a un estadio más liberal, se aproxima a unos regímenes políticos más represivos. Claro está que la historia difícilmente admite un relato teleológico en virtud del cual por una necesidad histórica la humanidad avance en un sentido unidireccional del liberalismo y del progresismo. Como es bien sabido, Putin, Erdogan, Maduro, Orban, Xi Jinping y otros contribuyen fácticamente a derribar la visión sugerida por Fukuyama al finalizar la Guerra Fría. La visión de que se había acabado la historia, y que, una vez terminado el comunismo en la URSS, se impondría el liberalismo político y el capitalismo no solo en la esfera occidental, sino a nivel global. Hoy quedan pocos argumentos para seguir sosteniendo esa idea. Con todo, y si bien se hace bien al descreer en las visiones teleológicas y deterministas de la historia, ahí donde se coartan el derecho y las libertades el tema no deja de preocupar.

El asunto no deja de tener cierta ironía, puesto que justo al cumplirse los 100 años de la fundación de la Turquía moderna bajo Mustafá Kemal Atatürk, Erdogan ha llevado a Turquía en la dirección contraria a la de Atatürk. Sin omitir el implacable chauvinismo del líder turco que decantó en el genocidio armenio (1915-1923) y después en la guerra contra Grecia, Atatürk implementó un curso de modernización y liberalización.

Él creía que el secularismo y la europeización de Turquía eran los medios más aptos para modernizar a su país. Así, se eliminó el título de Pasha, en la década de 1930 se le otorgó el derecho a voto a las mujeres y la posibilidad de ser elegidas miembros del parlamento -antes que en Chile-, se cerraron las escuelas islámicas -las madrasas- y la sharia fue reemplazada por un código civil basado en el suizo.

A 100 años de la fundación de esa Turquía moderna, la amarga ironía parece ser que, si Atatürk abolió el califato otomano, Erdogan se encuentra en el mejor camino de reponerlo. Tal como hablan las imágenes del desaire y de la degradación a la que fue sometida von der Leyen.

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