Por Ricardo Hernández
EFE/Rodrigo Sura

En Chile siempre ha habido delincuencia. Hace algunos años era común el hurto, el robo por sorpresa en lugar no habitado y cierto vandalismo proveniente principalmente de algunas barras bravas o protestas violentas, lo que afectaba solo a las grandes ciudades de nuestro país.

Por otro lado, la violencia que ocurría en Región de La Araucanía y Provincia de Arauco, en la Región del Biobío, preocupaba a los que vivían en la zona y en menor medida a las autoridades del nivel central, y el debate en muchos casos se reducía en aceptar o no la etiqueta “terrorista”.

Hoy, el panorama es muy distinto y tanto el ciudadano de a pie como los expertos en temas de seguridad lidian con los nuevos fenómenos que ya no responden a los cánones históricos ni a las etiquetas clásicas de delincuencia. Valdría la pena volver a cuestionar: ¿Quiénes son las bandas que hoy asolan nuestros barrios? ¿Contra quién se están enfrentando los Carabineros, PDI, y fiscales? ¿Quién es el imputado que nuestros jueces deben condenar?

Es claro que la distinción clásica entre delincuencia común, crimen organizado y terrorismo está ampliamente superada. Las nuevas bandas delictuales no son simples antisociales con mayor capacidad de organización, como tampoco responden a la categoría de grupo terrorista. El crimen organizado tiene una capacidad de fuego e infiltración en las instituciones que no pueden ser catalogadas como delincuencia común. Por otro lado, no buscan como objetivo final un cambio político por medio del terror.

Sin embargo, las bandas, sean de carácter nacional o internacional, buscan el control de comunidades completas y son capaces de impartir “su justicia” e incluso dar abundantes ayudas sociales, transformándose en actores no estatales con mucho poder.

Frente a esta grave amenaza para cualquier Estado en el mundo, Chile no está en su mejor posición. El combate contra la delincuencia común, dominada por una visión excesivamente garantista y bajo la idea de que el antisocial es una “víctima de la sociedad y el sistema”, fracasó rotundamente. Por otro lado, la poca decisión de enfrentar los actos terroristas en el sur dejó siempre un flanco abierto, siendo una herida que aún persiste.

Lamentablemente, el actual Gobierno parece empecinado en las obsoletas y erráticas etiquetas del pasado. Los tímidos proyectos de ley que buscan reforzar las atribuciones de las policías son torpedeadas con indicaciones ideológicas que entrampan el debate, como es el caso del proyecto de ley que regula las reglas del uso de la fuerza.

Por otro lado, la denominada Defensoría de las Víctimas, también en tramitación, aún es un paso tibio para que el Estado se ponga del lado de la víctima frente a todo tipo de delito.

Por consiguiente, nuestro país tiene dos opciones: continuar por el mismo camino recorrido, haciendo oídos sordos a la grave crisis, lo que más temprano que tarde terminará por rendir el Estado frente a estos nuevos fenómenos, como es en el caso de lo que ocurre en Colombia con las políticas de Petro que dejan impune la actividad ilícita.

La otra opción es dar un golpe de timón, es decir, con decisión política y de manera conjunta y coordinada enfrentar el crimen organizado desde el mayor control fronterizo, una fuerte intervención en los barrios dominados por el narcotráfico, mayor fiscalización en puertos, desbaratar la economía ilícita, un respaldo al actuar de las policías y ministerio público y una mejor inteligencia estratégica.

¿Se requiere un “Bukele” chileno? No necesariamente. Se puede utilizar la misma energía y decisión para combatir el crimen organizado, sin tener aquellos vicios que se le atribuyen al mandatario centroamericano.

Sin embargo, para eso se requeriría que el Gobierno deseche primero su agenda ideológica en la materia y abrace las banderas del sentido común para que con decisión se tomen las medidas necesarias para que las familias chilenas puedan progresar con la tranquilidad de un país seguro y con oportunidades para todos.

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