Por Pedro Fierro
Agencia UNO

La evidencia disponible para distintos países desarrollados ha mostrado en los últimos años que no solo existirían personas que han sido dejadas atrás por el sistema político y económico, sino que también lugares determinados. A modo de resumen, en distintos proyectos de investigación se ha sugerido que los habitantes de ciertas zonas desarrollan sensaciones de frustración y rabia, lo que suele devenir en ciertas preferencias y comportamientos sociales. Lo interesante es que, en muchos de los contextos donde se han estudiado estas dinámicas, se insiste en que no necesariamente se tratarían de lugares pobres, vulnerables o rurales.

Pare el caso de EE.UU., por ejemplo, la literatura sugiere que el fenómeno está más bien asociado con todo un proceso de desindustrialización que se ha vivido en ciertos estados y condados. Usualmente conocido como el Rust Belt, se habla de zonas que desde mediados del siglo XX han experimentado un proceso de decaimiento urbano, pérdida de población y decrecimiento, con residentes que hoy suelen acusar un abandono por parte del sistema. Hablamos de emblemáticas ciudades, tales como Detroit, Cleveland o Philadelphia, que se han vuelto cruciales a la hora de entender el comportamiento político y social de los estadounidenses en los últimos años.

Por otra parte, para el caso de Europa se ha demostrado que el fenómeno es un tanto distinto, ya que si bien hay zonas que se caracterizan por un alto grado de desarrollo, muchas de ellas han entrado en “trampas” que las tienen en un estancamiento más bien reciente. A diferencia del caso de Estados Unidos, no hablamos necesariamente de desindustrialización ni de pérdida de población, sino más bien de un declive económico experimentado en los últimos años en ciertas regiones. Algunas investigaciones han ido incluso más allá, sugiriendo que en esos lugares se suele generar en mayor medida el apoyo a narrativas anti-europeístas o nacionalistas.

Todas estas contribuciones recientes—y otras desarrolladas en diferentes contextos—nos obligan a reflexionar, puesto que nos hablan de lugares abandonados que no se condicen necesariamente con los parámetros clásicos de vulnerabilidad ni con clivajes urbano/rurales estudiados en las últimas décadas. En cierta medida se trataría de un fenómeno que nos llevan a desafiarnos y mirar más allá, tratando de otorgar un nuevo significado a aquello que usualmente entendemos como marginalidad territorial.

Dicho lo anterior, parece evidente que existe un desafío cada vez más urgente en nuestro país y en nuestro continente a la hora de identificar estas áreas que han sido dejadas atrás. Bien sabemos que existen, sobre todo en el contexto de concentración territorial y centralismo que vivimos (el cual se extiende al nivel barrial, comunal o regional). Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre en Europa y EE.UU., difícilmente el eventual abandono o rezago de estos lugares estará asociado a procesos económicos de declive o estancamiento.

En algunos casos, el abandono podría tener explicaciones más bien culturales o subjetivas. En un reciente estudio—aun en progreso—hemos podido observar, por ejemplo, que ciudades que se encuentran alejadas de la capital política regional tienden a sentir más desafección, con habitantes más desinformados sobre lo que sucede en su entorno y con menos sensación de competencia. Insisto con la idea principal: no se trata de entornos vulnerables ni rurales, sino que de centros urbanos con cierto desarrollo que, pese a sus características, sufren la segregación política. En otra investigación—recientemente publicada—hemos advertido que, a nivel de barrio, existe una sensación de que el sistema no responde ante las necesidades ciudadanas. Nuevamente, estos sentimientos, tal como sugiere la literatura comentada, no se relacionarían con variables económicas (nivel socioeconómico o pobreza extrema), sino más bien con una segregación cultural basada en el historial educacional de las familias estudiadas.

La importancia de esta discusión es creciente, particularmente por dos motivos. Primero, por las consecuencias inmediatas de la segregación espacial. Distintos investigadores han sugerido en los últimos años que el malestar político no podrá ser comprendido si prescindimos de los elementos espaciales. Por lo mismo, se sugiere que el nacimiento de narrativas populistas, nacionalistas o iliberales estaría conectado con este fenómeno de abandono territorial. Comprender las fuentes de marginalidad es relevante, entonces, a la hora de enfrentar los desafíos actuales de nuestras democracias. Pero en segundo lugar, esta discusión también tiene pertinencia si buscamos comprender una serie de aspectos con los que convivimos en el día a día. El reciente incendio en Viña del Mar, Quilpué y alrededores es un triste ejemplo de esta situación. El último estudio mencionado—aquel realizado al nivel barrial y relacionado con la segregación cultural—se realizó con cerca de 5.000 casos de la región de Valparaíso, hoy azotada por esa catástrofe inconmensurable. Durante las últimas semanas hemos podido ver cómo muchas familias afectadas son, principalmente, residentes de estos lugares mencionados. No se trata de campamentos ni de deprivación material, sino más bien de otro tipo de segregación política. En distintas intervenciones hemos podido constatar que hablamos de ciudadanos que viven algo bien parecido a ese abandono del que hablamos. En las primeras semanas, las luces de la prensa y del Estado aportaron algo de contención, pero con el correr de los días la dura realidad persiste. Es iluso pensar que esas vivencias no impactarán en las actitudes y conductas de esos ciudadanos

Todavía queda mucho por investigar, pero la identificación de estos lugares marginados en nuestro país—y en nuestro continente—es un imperativo que se hace cada vez más palpable.

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