AGENCIA UNO

Las aristas (y heridas) que deja el incendio ocurrido en la Región de Valparaíso son innumerables y, por lo mismo, vale la pena seguir reflexionando sobre algunas de ellas. Más aún cuando hay ciertos aspectos que—comprensiblemente—han estado más bien invisibilizados por la urgencia. Uno de ellos tiene que ver con las lógicas de cooperación que se han generado en las zonas afectadas, en particular con el rol desempeñado por una serie de privados desde el día cero.

No es ninguna novedad que en Chile estamos bastante familiarizados con “la doctrina Friedman”. Básicamente, me refiero a la creencia de que la única responsabilidad de una empresa es con sus accionistas y que, por lo mismo, el objetivo lógico es maximizar los beneficios para ellos. Esa lectura, de hecho, ha sido la que por mucho tiempo parece haber primado, encontrando fervientes adherentes incluso hasta el día de hoy.

En esa línea, los planteamientos clásicos de Friedman no sólo han sido sobre utilizados (e incluso distorsionados) por los entusiastas seguidores del autor norteamericano, sino que también por sus detractores, mucho de los cuales han criticado el rol de los privados en los asuntos públicos. Para muchos de ellos, la incansable búsqueda de maximización de utilidades lleva a empresas y organizaciones de la sociedad civil a moverse por intereses particulares que distan del interés general. Así se explicarían—entre muchas otras cosas—los casos de corrupción que han sacudido al país. Y es que la eventual obsesión por satisfacer a los accionistas parece haber ido tan allá, que los ha hecho traspasar o difuminar la frontera de lo permitido (algo que, para ser justos, Friedman siempre criticó).

Sin embargo, la reacción a la catástrofe en la región de Valparaíso da cuenta de al menos dos dimensiones que tensionan las ideas ya compartidas. Primero, que la desvergüenza de delincuentes de cuello y corbata no es extensible al común del empresariado. Y segundo, que la “doctrina” Friedman no es suficiente a la hora de explicar las decisiones que están tomando muchos empresarios en la actualidad.

Este segundo punto no es insignificante, sobre todo porque nos obliga a enfrentar ciertas cuestiones prácticas en forma desprejuiciada, desafío que es siempre difícil. En este sentido, Colin Mayer, reconocido profesor de la Escuela de Negocios de Oxford, se pregunta por ejemplo ¿cuál es la verdadera razón de ser de los negocios en la actualidad?

Por mucho tiempo nos convencimos de que el objetivo siempre era generar riqueza (lo que me parece muy noble, por lo demás), pero hoy la visión predominante pareciera ser más extensiva. Muchas empresas ya no se mueven por la riqueza, sino más bien por la búsqueda constante de mayor prosperidad. Y con eso no busco romantizar nada, ni canonizar a nadie. Tampoco ofrecer una generalización, no menos entrar en una relevante discusión sobre el “deber ser” de los líderes empresariales. Solo me interesa constatar una idea bastante sencilla: que de una simple conversación con alguno que otro emprendedor exitoso sirve para advertir que la prueba de su éxito no está en las utilidades generadas, sino más bien en el impacto alcanzado. Esto, que cada día se vuelve más común, parece ser un propósito que trasciende a una visión más tradicional.

¿Y qué significa que las empresas se muevan por la prosperidad o el impacto? ¿Qué sean financieramente irresponsables? Por cierto que no. Ninguna organización se crea para morir, por lo que es esperable y deseable que todas apunten a la viabilidad económica. Pero la viabilidad económica no se traduce necesariamente en el axioma de maximizar las utilidades. Dicho en otros términos, muchas organizaciones parecieran ser “más” exitosas que otras en cuanto cumplen con el propósito para el cual fueron creadas, independientes de que sean menos rentables.

¿Y qué tiene que ver esto con el incendio en la Región de Valparaíso? Pues que en muchas zonas afectadas se ha acusado una suerte de abandono por parte de la institucionalidad. Allí han llegado voluntarios y organizaciones sociales (esa fuerza social viva que se ha visto tan injustamente afectada por las corrupciones del caso Convenios), pero también empresas y gremios. Basados en la lectura precedente, la ayuda entregada por estos últimos no corresponde a gestos de caridad, solidaridad o responsabilidad social empresarial. Las intervenciones sobrias y sin prensa de los privados—a diferencia del accionar de las autoridades políticas locales—nos demuestra que tampoco apuntan a un lavado de imagen o a mejorar la reputación corporativa. Lo que se vive en los cerros parece ir mucho más allá de eso. Día a día se observan muy diversas empresas, desde PYMES a grandes corporaciones, trabajando por el cumplimiento del propósito que les da razón de ser. Firmas comprometidas con su entorno y asociaciones que, al igual que sus clientes y vecinos, aspiran a una comunidad más segura, feliz y próspera.

Es comprensible que los inagotables casos de corrupción y tráfico de influencias hayan diezmado los índices de confianza en la actividad empresarial. Sin ir más lejos, en la región de Valparaíso solo el 30% de los ciudadanos confía en los privados, mientras que un mísero 14% considera que se desarrollan sus labores con probidad y transparencia. Sin embargo, esa dura realidad no nos exime de enfrentar el problema de fondo. La Región de Valparaíso bien sabe de las consecuencias de ese camino. Desde hace ya una década hemos presenciado una suerte de fractura entre las autoridades locales de la ciudad puerto y la actividad empresarial, con judicialización, éxodo y decadencia. Quedarse en el debate de trincheras y en los discursos maniqueos no nos servirá de mucho. Al contrario, necesitamos cooperación, diálogo y reconocimiento de la labor del otro.

Insisto, esta reflexión no trata sobre caridad ni solidaridad. Menos sobre el “deber ser” de la actividad empresarial. Simplemente trata sobre la necesidad de generar un entorno—material e inmaterial—apto para la consecución de prosperidad. Estoy seguro de que todos nos subiríamos a ese barco.

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