Por Pedro Fierro
Agencia UNO / Pablo Ovalle Isasmendi

Para Harold Lasswell, reconocido académico estadounidense, la política se trataba esencialmente sobre quién obtiene qué, cuándo y cómo (idea que, de hecho, le dio el nombre a uno de sus más influyentes libros). Y bastante sentido tenía su aproximación. Después de todo, una parte importante de las tareas de las autoridades se reduce precisamente al fenómeno de la distribución. En ese contexto, muchas de las preocupaciones que surgen desde la actividad política se gestan en torno a este particular desafío, tanto sea para explicar las causas o los efectos en la asignación de bienes y servicios.

Y si asumimos que la política es “por esencia” distribución, podremos fácilmente comprender la exaltación y la indignación provocada por Democracia Viva (o, el caso cero). Todo lo que gira en torno a esa organización es nefasto. En el contexto de un Chile territorial e individualmente desigual, decidieron ir al segmento más vulnerable y a uno de los territorios más abandonados para “servirse” del Estado. ¿Existe acaso alguna posibilidad de que eso no genere impotencia?    

Sin embargo, por más grave e indignante que sea todo lo sucedido (y lo que sigue sucediendo), es necesario no perder perspectiva a la hora de analizar el fenómeno, pues hablamos de una problemática que, para la desdicha de todos, no es nada nueva. Aunque en teoría la distribución de fondos se debiese explicar por criterios de equidad y eficiencia (el deber ser), estudios tempranos de economía política ya nos demostraron que las “autoridades” suelen moverse más bien por intereses cortoplacistas e individualistas. Con esto no solo nos referimos a las acciones burdas que intentan concentrar fondos para enriquecimiento personal, sino que también a casos en donde se distorsionan criterios para utilizar recursos en función de las propias pretensiones políticas.

Lo que sigue de allí es bastante conocido (o, al menos, intuitivo): dar más beneficios a autoridades locales que comparten el color político de los gobernantes; privilegiar zonas en dónde hay más competencia electoral; tender a distribuir recursos previo a elecciones relevantes (ya sean locales o nacionales) para influir en sus resultados o en los niveles de participación; propender a asignar fondos a zonas que, coincidentemente, concuerdan con los lugares de nacimiento de ministros y autoridades; y un largo etcétera. Diversos estudios han demostrado que estas situaciones son usuales dependiendo del país en cuestión. Y Chile no ha sido la excepción.

Todo esto, entonces, vuelve particularmente complejo el asunto de la distribución de bienes y servicios. Aunque el foco de atención se lo suelan llevar los casos absurdos de clientelismo y patronazgo, el fenómeno de las distorsiones está muy lejos de agotarse allí. También existirían otras aristas algo más difusas y difíciles de identificar. En resumen, aun habiendo decidido y acordado como sociedad qué es el bien común y cómo alcanzarlo (lo que ya es improbable), lo cierto es que los tomadores de decisiones suelen estar sujetos a otros tipos de incentivos que afectan sus decisiones.

A estas alturas, entonces, podremos intuir que las políticas de distribución eficientes y transparentes representan un desafío mayor, tanto en diseño como implementación. Implicaría, al menos, conocer los factores que tienen el potencial de distorsionar las decisiones y, luego, ejecutar estrategias que permitan enfrentarlos.

Producto de los nefastos hechos conocidos desde el caso de Democracia Viva, algunos se han aventurado rápidamente a sugerir cambios y propuestas. Por lo mismo, es importante reconocer que no existen balas de plata. Por ejemplo, una eventual disminución de los tratos directos (que han sido señalados como uno de nuestros principales problemas) en nada nos asegura una eventual superación de nuestros problemas de distorsión y corrupción, que parecen abarcar otro tipo de fenómenos.

Sin pretender reducir este problema que ya hemos caracterizado como complejo, es posible encontrar algunas claves que, basadas en la evidencia, nos ayuden a comenzar a identificar salidas posibles. En ese sentido, algunos autores han sugerido que una distinción inicial a la hora de estudiar las políticas de distribución se relaciona con el grado de discrecionalidad en la asignación de recursos. Y cuando hablan de discrecionalidad, no necesariamente se refieren a la inexistencia de criterios previos a la distribución, sino que también a los criterios oscuros o inexigibles. Algo de esto fue sugerido a propósito del caso de Democracia Viva. En la visión de algunas autoridades, el asunto no pasaba necesariamente por el “trato directo”, sino más bien que por la falta de exigibilidad de condiciones existentes y previamente definidas. Y acá surge el problema, pues bien sabemos—por evidencia científica y anecdótica— que si los programas son discrecionales, entonces es bien probable que se generen distorsiones y perversiones de diversos tipos.

Pero sabiendo todo esto, seguimos sin tomar decisiones que nos permitan mejorar nuestras políticas de distribución. Seguimos conviviendo con actos de corrupción, con clientelismo, con pork-barrel, con patronazgo y con una serie de distorsiones. El problema es que el costo social cada día se está haciendo más elevado. Y es que, con Democracia Viva, no solo hablamos de decisiones ineficientes, sino que también de cuestionamientos injustos a la legitimidad de un sinnúmero de fundaciones y organizaciones que, durante décadas, vienen colaborando de la mano con el Estado en la solución de problemas públicos. También hablamos de poner en jaque a aquellos que venimos apostando por un proceso de descentralización eficiente (¿cómo defender la capacidad instalada y la probidad cuando suceden este tipo de cosas con un simple traspaso de decisión a nivel regional?). Y también hablamos de una serie de sensaciones—muy asociadas a la rabia y al resentimiento—que se han visto profundizadas producto de estas distorsiones. Los repudiables ataques realizados a la sede de Revolución Democrática en Providencia son solo un ejemplo de esto. Nada de lo anterior es positivo para nuestro devenir democrático.

Con todo, sobre todo para quienes creemos en la descentralización, urge hacernos cargo de este tipo de problemas asociados a la distorsión en la distribución de fondos. Algunos son muy burdos y fácilmente identificables como corrupción, pero otros no lo son tanto. Comprender la complejidad y la multidimensionalidad del fenómeno que enfrentamos es una condición esencial si buscamos equidad. Esto no solo podría ayudarnos a tener políticas más eficientes, sino que, de pasada, a superar nuestros serios problemas de desafección.

Tags:

Deja tu comentario