Por Pedro Fierro
Agencia UNO / Sebastian Beltran Gaete

Durante estos últimos días la ministra Vallejo ha sido más de una vez interpelada por declaraciones pasadas que, en la visión de sus interlocutores, representaban acciones irresponsables y que tergiversaban la realidad. El asunto es paradójico, en cuanto en su rol actual ha sido la promotora y defensora de la Comisión Asesora contra la Desinformación, conformada por académicos y profesionales expertos en el asunto. Quizás el encuentro más tenso sucedió en el programa Tolerancia Cero, cuando Daniel Mansuy le enrostra sus declaraciones luego de la lamentable muerte de Francisco Martínez, malabarista que el 2021 fue abatido por carabineros en un confuso incidente. En aquellos momentos, la entonces diputada de la república no tardó en hablar de un asesinato por parte del sargento involucrado, en una jornada que terminó con la municipalidad, el juzgado de policía local y el registro civil de Panguipulli en llamas. La historia ya la conocemos. Un año después, la justicia determinó que el uniformado actuó en legítima defensa. El profesor Mansuy le sugería hacerse cargo de su historial, mientras la ministra se defendía argumentando que fueron “opiniones políticas”.

Si bien en este caso particular estamos hablando de la imputación de un delito, este debate—más los consecuentes comentarios en redes sociales—también es útil para reflexionar sobre la relevancia y el impacto político de la desinformación. Aunque las plataformas digitales fueron inicialmente calificadas como una real oportunidad para obtener mayor integración e involucramiento político, hoy es indudable que también representan una de las principales amenazas de las democracias contemporáneas. Así lo declaró hace pocas semanas el informe anual de Reporteros sin Fronteras, para quienes la desinformación en línea se habría convertido en uno de los grandes asuntos globales a enfrentar, con verdaderas industrias del simulacro que operan en diferentes latitudes.

Por lo anterior, lo primero es reconocer que parece del todo razonable y deseable que los gobiernos democráticos se hagan cargo de estos fenómenos que están agobiando a muchos sistemas políticos y que amenazan constantemente a distintas instituciones liberales. Sin embargo, como se trata de un asunto tan frágil—en el cual existe una evidente tensión con múltiples aspectos propios del derecho de la información, partiendo por la libertad de expresión—, es también necesario enfrentar la problemática con altura de miras. Y creo que, de momento, eso se ha transmitido correctamente por parte del gobierno.

Sin embargo, la relevancia del asunto no nos exime de asumir su complejidad. El fenómeno de la desinformación no es nuevo ni ha nacido con el crecimiento explosivo de las plataformas digitales, aunque sí podríamos reconocer que se ha vuelto urgente por la rapidez con que se difuminan las noticias en la actualidad. Pero pese a esa urgencia, lo cierto es que la literatura académica sigue sin consensuar sobre la forma correcta de definir y estudiar estas realidades. Por lo mismo, aunque su intención era otra, la interpelación de Mansuy se vuelve especialmente útil para nuestros efectos, en cuanto devela las capas y tensiones inherentes a la problemática.

Sí parece haber consenso en que el fenómeno de la desinformación hay que disociarlo de lo que usualmente se denomina “fake news”, concepto que nos puede llevar a conclusiones algo imprecisas. Por lo mismo, para algunos autores, la desinformación hay que entenderla en niveles. No se trata sobre si una aseveración es verdadera o no, sino más bien sobre si existe la intención de tergiversar la realidad. En ese sentido, una foto creada con inteligencia artificial es evidentemente un acción que desinforma, pero ¿qué pasa con informaciones sacadas de contexto? ¿Qué pasa con las sátiras (a veces no tan sátiras)? ¿Qué pasa con el contenido engañoso para incriminar a alguien? Para algunos académicos, todos estos casos representan distintos niveles de desinformación.

Pero como ya adelantamos, pareciera no haber acuerdo en la comunidad académica. Por ejemplo, recientemente se ha sugerido que la desinformación no se asociaría solo al contenido impreciso, sino que también a la ignorancia y excesiva confianza en la información que se entrega. Otros autores prescinden de este último elemento, argumentando que se trataría simplemente de “creencias erradas” que se transmiten. Otra aproximación que ha tomado relevancia en el último tiempo sugiere una clara distinción entre percepciones erróneas (misperception) y desinformación propiamente tal (misinformation). Mientras la primera está asociada a las creencias que la gente tiene contra consenso experto o evidencia—¿quizás eso que la ministra llama “opinión política”?—, la segunda se asociaría al acto de informar sí mismo.

Sin embargo, acá es cuando creo que la ministra se equivoca. Cuando ella se refiere a la institución de carabineros como “policía política, que tortura y le arranca los ojos al pueblo, pero protege a los fascistas matones que marchan por el Rechazo” (declaraciones realizadas el 19 de octubre de 2021), quizás podríamos recomendar que se trata de una “percepción errada”, es decir, una opinión política—como ella defiende—que difícilmente se encuentra anclada en evidencia y en el juicio experto. Sin embargo, cuando la ministra—entonces diputada—comunica la muerte de un ciudadano como un asesinato por parte de carabineros y, en la misma declaración, llama a la refundación de la institución y a la derogación de la ley de control preventivo (declaraciones realizadas el 6 de febrero de 2021), se hace quizás algo más plausible la tesis de la desinformación. Más allá de otros delitos que supone la imputación de un delito, se trataría de comunicaciones públicas que, a su vez, genera otras percepciones erradas. Algo similar sucede cuando la ministra declara que Jovino Novia “murió en impunidad” y que no hubo justicia “ni por Spiniak”—después de haber sido absuelto por la justicia—(declaraciones realizadas el 1 de junio de 2021). En todos estos casos, pese a la evidente falta de conocimiento, se realizan comunicaciones con inusitada confianza en la información que se entrega, alejándose del juicio experto y acercándose bastante a acciones que terminan tergiversando la realidad. Lo bueno de verlo así, es que podremos advertir que nada de esto es nuevo en política.

En los últimos años, distintas investigaciones muestran cómo la desinformación ha sido una herramienta útil para las narrativas populistas usualmente asociadas a la extrema derecha. También se ha mostrado que, en climas de desconfianza, polarización y frustración, algunos “políticos antipolíticos” se han aprovechado de esta industria del simulacro para llegar al poder. Sin embargo, debemos consensuar que el fenómeno en cuestión es algo más complejo y anterior, es decir, que no nace ni con Trump, ni con Bolsonaro, ni con el Brexit. Las explicaciones de la ministra Vallejo nos ayudan a visibilizar este asunto. Mientras no reconozcamos la dimensión del problema que enfrentamos, difícilmente podremos llegar a soluciones adecuadas.

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