Por Pablo Álvarez

Apretar la economía del país, hasta hacerla chillar. Esa era la estrategia del presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon, ante el ascenso al poder del presidente electo Salvador Allende. Estados Unidos, a través de la Agencia Central de Inteligencia (CIA por sus siglas en inglés) buscó impedir que Allende asumiera, pero cuando esos esfuerzos fueron infructuosos, incluso hubo un intento de secuestro del comandante del ejército Rene Schneider, que terminó en desastre, el presidente de los Estados Unidos decidió que la estrategia debía ser maximizar la presión sobre el gobierno democráticamente electo.

Como lo muestran las últimas revelaciones de archivo en los Estados Unidos y a los esfuerzos de Peter Kornbluh, el encargado de los documentos sobre Chile del Archivo de Seguridad Nacional de Estados Unidos, el país norteamericano tuvo un rol activo en el derrocamiento de Allende. Sin embargo, en estos días hemos vuelto a escuchar las mismas palabras de Nixon de comienzos de los años 70, ahora en la boca de uno de los más destacados políticos de derecha y poderoso hombre de la elite chilena. Carlos Larraín en entrevista televisiva dijo que: “al gobierno hay que apretarlo hasta hacerlo gritar”. La distancia de las décadas no debe hacernos perder de vista que ambos discursos revelan una visión de la política, de la democracia y una declaración de intenciones. En un juego de suma cero, en donde el gobierno es un adversario, Larraín se posiciona, cuan Nixon, en el lado de obligarlo a bajar los brazos, obligarlo a desistir. Así como con Nixon, encontrar un modus vivendi con el adversario es imposible, hay que aprisionar al gobierno. Evidentemente la democracia para Larraín se restringe a un juego de alternativas electorales, sin deliberación posible, un electoralismo restringido a las alternativas que a la elite de Carlos Larraín le satisfagan.

A 50 años del golpe, cuando hay quienes quieren instalar la tesis de que el culpable de ese abominable acto fue el mismo Allende, quien terminó dando su vida en un Palacio de la Moneda bombardeado, esas declaraciones resuenan. Las palabras en política tienen potencia, son portadoras de intenciones y pueden transformarse en acción. Muchos analistas han señalado que un peligro de la extrema derecha es que a golpe de declaraciones intempestivas y sorprendentes están corriendo el cerco de lo legítimo, al punto de ir corriendo a las derechas tradicionales a un lugar que las obliga a negociar con los ultras. Hoy la rebeldía es de la derecha, dice el historiador argentino Pablo Stefanoni, señalando que las extremas derechas y los ultras de derecha han adoptado el lenguaje de la supuesta incorrección política, moviendo el cerco de lo que legítimamente podemos o no podemos decir en las sociedades democráticas.

Vivir en sociedad es, en muchos sentidos, asumir ciertas renuncias. No podemos hacer lo que se nos antoja, debemos pagar impuestos, debemos cumplir con normas y leyes, porque el beneficio de la vida en comunidad es mayor. Decir lo que se nos antoja en política, está lejos de ser democrático. La supuesta incorrección política de la extrema derecha no es una sana rebeldía, al contrario, es peligrosa. Lo saben en Estados Unidos, que después de escuchar las bravatas de su expresidente, Donald Trump, tuvieron que vivir el asalto ultra al congreso (Capitolio) en enero del 2021.

Así como las palabras de Nixon, en su momento, son parte fundamental de una historia cuyo corolario es el golpe de 1973. Las palabras de Larraín están cargadas de un potencial que, lejos de tranquilizar a las derechas de Chile, deberían hacerlas reflexionar sobre su rol histórico en la desestabilización democrática. Tratar de buscar subterfugios históricos como achacar a Allende la responsabilidad de su propio derrocamiento es, a 50 años del golpe, contrafactual y peligroso. Hay que hacerse cargo de las palabras y de los actos, esperemos que por responsabilidad con la democracia Larraín entienda aquello.

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