Por Osvaldo Artaza
Agencia UNO

Las listas de espera en salud son un drama para millones de personas. Ellas siempre han existido y siempre existirán, pero lo impresentable de esta situación es cuando el tiempo que se debe esperar por una cirugía o por una consulta de especialidad es excesivo.

Cuando hablamos de listas de espera estamos refiriéndonos al lapso que transcurre entre que a una persona se le indica y recibe una atención de especialidad. Esto, generalmente, se desencadena luego de que en una atención médica en la atención primaria, se estima necesario que se inicie un tratamiento no disponible en el primer nivel de atención, por lo que la persona deba ser vista por un especialista a través de una interconsulta. También se refiere al lapso entre que un médico hace un diagnóstico, prescribe una cirugía y esta se realiza. En ambos casos estamos hablando de temas electivos. Si fueran urgencias, se desencadenan otros mecanismos y procesos de derivación.  Aun siendo temas electivos, lo razonable es que dicho lapso no supere los 120 días o máximo 6 meses según el problema que se trate. Más de eso, la espera se transforma en un calvario con serias consecuencias para la calidad de vida de la persona y su núcleo familiar.

Las listas de espera son un reflejo de la inequidad en salud, entendiendo la inequidad como la existencia de diferencias evitables, por lo tanto, injustas. En Chile, los resultados en salud y calidad de vida están fuertemente determinados por la condición socioeconómica, por la etnia, el género y el lugar de residencia. Si dichos resultados solo fueran resultado de factores genéticos, serían diferencias poco evitables y, por tanto, no pudieran señalarse como injustas. Desafortunadamente, así como los tiempos de espera, la expectativa de vida y las tasas de mortalidad por distintos padecimientos están fuertemente marcados por la inequidad.

Lo anterior queda de manifiesto en diferentes estudios de carga de enfermedad en que se va más allá de los promedios y se analizan los llamados determinantes sociales de la salud. Esta realidad motivó que en 2002 se presentaran varios proyectos de ley con el objeto de avanzar en la materialización del derecho a la salud e impactar en dichas inequidades. El principal instrumento para ello fue la creación del régimen de Garantías Explícitas en Salud (GES), más conocidas como Plan Auge.

El GES garantiza, por ley, oportunidad, accesibilidad, protección financiera y calidad, ante un grupo de problemas que explican cerca del 70% de la carga de enfermedad, o sea donde se concentra la mayor mortalidad y discapacidad evitable. Se fue convirtiendo en una política pública exitosa y querida por la ciudadanía. En ese momento, surgió la legítima preocupación de diversos actores sobre que estaría sucediendo con las patologías no GES, por ello, hace ya más de una década se comenzó a contabilizar la lista de espera no GES y a informar como obligación de glosa presupuestaria periódicamente de ella al parlamento. Los primeros reportes señalaban una lista de espera por consulta de especialidad de cerca un millón y medio, y de espera por cirugía de más de 300 mil personas, con un promedio de tiempo que giraba en torno a un año.

Estas cifras se mantuvieron relativamente estables a pesar de diversos programas impulsados por el Ministerio de Salud. Sin embargo, iniciada la pandemia, todos los esfuerzos se concentraron en salvar vidas ante el Covid, lo que significó se postergaran miles de cirugías y consultas. Luego de la pandemia, como es evidente, las listas de espera aumentaron en número y tiempo, llegando a acercarse a promedios de 2 años. Actualmente, gracias a las medidas impulsadas han comenzado a disminuir los tiempos y a aproximarnos a la situación prepandemia. Es evidente que los éxitos recientes no son suficientes y se requieren de políticas de largo plazo que resuelvan los temas que explican la generación de esperas tan prolongadas.

Visto desde una lógica empresarial, la existencia de listas de espera no es más que un desajuste entre la demanda y la oferta en la producción de servicios de atención. Una mirada reduccionista podría concluir que solo es tema de más especialistas, más cirujanos y quirófanos. Desafortunadamente, no es cosa de más de lo mismo. Sin duda,  hay un tema de recursos, de que el gasto público en salud, aunque ha aumentado mucho en los últimos años llegando a cerca de un 5,2 % del PIB -lejos del 1,9% del PIB de cuando se retoma la democracia en Chile-, está aún lejos del 9% del PIB que destinan los países de la OCDE.

Estos mayores recursos deberían destinarse a la atención primaria para que allí, junto a la acción de las propias comunidades, se puedan tener capacidades y tecnologías para evitar hospitalizaciones, atenciones de especialidad y cirugías. También se requiere que los especialistas no estén concentrados donde está la población de mayores ingresos, sino que distribuidos a lo largo del país, según las necesidades de las personas. Los especialistas no deben estar capturados por los hospitales, reducidos a un nicho acotado de usuarios (más del 70% de las consultas son controles a personas ya vistas, limitando la posibilidad a nuevos usuarios), sino que puestos al servicio de la red, de manera generen capacidad a la atención primaria para que allí se resuelvan los problemas.

Para ello existe la telemedicina, tutorías y otras metodologías a través de las cuales los especialistas pueden multiplicar su capacidad de resolver necesidades. A su vez, los pabellones quirúrgicos se deben utilizar mejor. Hay muchos estudios que señalan una subutilización de estos recintos. Las causas son múltiples, problemas de gestión, alto ausentismo del personal, déficit de equipamiento e insumos y un largo etcétera. Lo que queda claro es que estamos frente a un problema complejo donde no caben respuestas simples.

Se necesitan más recursos, cierto, pero no es ello suficiente. Prueba de lo anterior, es que en las últimas décadas se ha prácticamente triplicado las transferencias financieras a los hospitales, ha habido aumento de personal, y las consultas y las cirugías no se han incrementado de modo significativo. Junto a los mayores recursos deben ir aparejadas políticas de Estado persistentes. Primero, en medidas que impacten en los determinantes sociales de la salud, a fin de que las personas tengan condiciones reales que favorezcan una vida saludable. Segundo, una atención primaria con capacidades humanas y tecnológicas para prevenir y evitar el daño en salud. Tercero, cambios sustanciales en la gestión hospitalaria, lo que amerita modificaciones legales en los arcaicos estatutos que la rigen, en el perfeccionamiento del actual sistema de alta dirección pública, a fin de seleccionar y retener a los mejores líderes, sin la mediación político partidista que aún subsiste; y en el fortalecimiento de las redes asistenciales y de la complementariedad público-privada, desde una lógica sanitaria que se centra en las necesidades de las personas, sus familias y comunidades, tal como se hizo en la pandemia. Cuarto, un proceso de reforma, que desde los aprendizajes del GES permita implementar un plan universal de salud, financiado solidariamente, donde todos los problemas prioritarios de salud que afectan a la calidad de vida tengan garantías de oportunidad según su gravedad e impacto.

Solo con políticas de Estado de largo aliento, que apunten a las múltiples causas de las indignantes listas de espera, permitirán que algún día, espero no lejano, podamos decir a las personas que esperar no está condicionado al tamaño de su billetera.

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