Por Juan Pablo Rodríguez
Agencia Uno

El presidente de la República afirmó, el pasado miércoles, que espera “que no haya retrocesos” en materia de derechos de las mujeres en clara alusión a una de las críticas más difundidas a la propuesta constitucional. Esto, sumado a que todos los partidos que sustentan al gobierno están formalmente por la opción “En contra”, es una notificación de lo obvio: el Gobierno y el Presidente son promotores de esta opción.

Que el Gobierno esté jugado por la opción “En contra” y que casi toda la oposición lo esté por la opción “A favor” nos permite leer los resultados del plebiscito de diciembre no sólo en clave constitucional –si acaso es mejor la Constitución vigente o la propuesta- sino que también en clave de efectos en el proceso político de corto y mediano plazo –cómo se ven afectadas las posiciones de poder de cada una de las distintas fuerzas políticas en lo que viene.

Dado lo dicho al principio no es muy audaz concluir que de ganar la opción “En contra” saldrá fortalecido el Gobierno –y debilitada la oposición- y de ganar la opción “A favor” saldrá fortalecida la oposición –y debilitado el Gobierno.

Esta consideración es especialmente relevante cuando observamos lo que se avecina en la agenda política. De ganar el “En contra” el Gobierno fortalecerá su posición negociadora en la discusión de la reforma tributaria y de pensiones y tendrá nuevos bríos para enfrentar las elecciones locales de 2024 y las nacionales de 2025. Por el contrario, de ganar el “A favor” el centro y la derecha tendrán mayor margen de negociación en dichas reformas y más control sobre la agenda legislativa, podrán enfrentar de modo más ordenado los procesos electorales que se avecinan y asestarle una tercera derrota consecutiva al Gobierno y al proyecto político del FA y el PC.

La aspiración de esa derrota –que prima facie puede parecer mezquina- es legítima, dado que, si uno mira la película un poco más larga, constatará que ese proyecto político, del cual hoy también forma parte la expresidenta Bachelet, junto a otros factores, nos ha sumido en una década para el olvido, que nos tiene como país retrocediendo en las más importantes dimensiones de la vida social.

Desde el segundo gobierno de Bachelet comenzamos a ponerle la lápida a la receta que había logrado cuatro décadas de progreso -por cierto lleno de imperfecciones y desafíos- y nos había permitido desacoplarnos del barrio latinoamericano y tener una perspectiva de desarrollo. La expresidenta reintrodujo un lenguaje maniqueo que contribuyó a una marcada erosión de nuestra amistad cívica, promovió un relativo desprecio por el buen desempeño económico –llevamos 10 años con el PIB congelado y hoy competimos con Haití por el peor desempeño en la región– y empujó reformas, como la tributaria y educacional, que hoy nos tiene retrocediendo.

Complemento perfecto de este desastre fue el ascenso del FA, que llegó a La Moneda posando de impoluta y ejerciendo de catón. El Frente Amplio, tanto en su germen universitario como en su desarrollo parlamentario, se ha caracterizado por moralizar el debate y creerse superiores. Están los buenos (“ellos” que, con intereses benignos, promueven reformas para lograr “justicia social) y los malos (“los otros” que, movidos por intereses espurios, están condenados a defender un orden social destinado al fracaso).

Esa concepción infantil –pues los años van enseñando que la bondad o maldad no son patrimonio de un sector político- fue ratificada, con desfachatez y en público, por el Ministro Jackson siendo Gobierno: “Nuestra escala de valores y principios en torno a la política no solo dista del Gobierno anterior, sino que frente a una generación que nos antecedió”. Es decir, y para colmo de males, la superioridad moral no solo es respecto del adversario político, sino que lo es respecto de los que tienen más años. Es su generación –la de Boric, Vallejo y Catalina Pérez- la que es superior a las anteriores.

Este proyecto político y cultural –mezcla de nueva mayoría y frenteamplismo y que bien podríamos denominar hoy “octubrismo”- tuvo su síntesis en la propuesta de la pasada Convención Constitucional, y fue rechazado por cerca el 62% de los chilenos.

Este 17 de diciembre no solo se juega un texto –una norma más o menos-, no solo se juegan consecuencias específicas respecto del proceso político en el corto plazo, sino que también se juega la eventual tercera derrota consecutiva de un ethos político que, para muchos, es el que ha sumido a nuestro país en una crisis de la cual cada día se hace más difícil salir.

Ahora bien, en el caso de ganar el “En contra”, si bien aquello representaría una victoria de ese ethos, lo cierto es que se trataría de una victoria pírrica, por distintas razones.

En primer lugar, porque el triunfo de la generación que, en parte, se construyó en torno a la bandera de cambiar la “Constitución de Pinochet” y ser “la tumba del neoliberalismo” consistiría en legitimar democráticamente, por segunda vez de un modo muy claro, la “Constitución de Pinochet” y aquellas reglas institucionales que, a juicio de ellos, consagrarían de manera pétrea el denominado “neoliberalismo”. Curioso triunfo.

En segundo lugar porque, en estos dos años y medios de Gobierno, ha quedado de manifiesto la incapacidad del Gobierno para materializar sus anhelos y cumplir sus promesas de “cambios estructurales” mostrándose ampliamente incapaces en el arte de la gestión de los asuntos públicos, siendo difícil encontrar algún proyecto de ley o iniciativa que sea calificable de “modificación estructural”. Se han demostrado como actores políticos muy buenos para marchar y destruir pero muy malos para acordar y construir. Tampoco hay victoria por este lado.

En tercer término, porque quienes se promocionaron como los apóstoles de la nueva política han demostrado tener los mismos o peores defectos que quienes los antecedieron, siendo salpicados por diversos y muy graves escándalos de corrupción, arrebatándoles esa pretendida –e injustificada- superioridad moral con la que han hecho política durante esta dedada. Aprendieron rápido.

En cuarto lugar, porque los mismos que construyeron su carrera política al compás de la crítica a los 30 años y lo que representaba la “política de los acuerdos” hoy están “pidiendo agüita” al Socialismo Democrático el que, si bien está muy lejos del espíritu y lo que fue la Concertación, se podría considerar heredero de aquella tradición. Otra cosa es con guitarra.

Defendiendo el status quo y la “Constitución de Pinochet”, demostrándose ampliamente incapaces en el arte de gobernar y mover la realidad de las cosas, habiéndose desfondado su superioridad moral y constatando que son peores que aquellos que venían a reemplazar, cualquiera sea el resultado del 17 de diciembre una cosa es cierta: el Gobierno ya perdió.

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