Por Maximiliano Duarte
LEONARDO RUBILAR CHANDIA/AGENCIAUNO

En las últimas semanas, ha resurgido la discusión sobre una eventual reforma al sistema político. Se ha dicho que las reglas actuales impiden lograr acuerdos en materias que son sensibles para la ciudadanía, como la reforma previsional o el sistema de salud, lo que repercutiría en una baja confianza ciudadana hacia los órganos de representación política.

Así las cosas, parece haber consenso respecto a la necesidad de revertir la fragmentación partidista y generar incentivos para garantizar un mínimo de disciplina interna. A juicio de muchos, la solución pasaría, por un lado, en establecer normas que reduzcan el número de partidos representados en el Congreso; y, por otro, en otorgar a los partidos mayores atribuciones de coordinación, como órdenes hacia sus militantes o la pérdida de escaños de quienes renuncien a su colectividad.

Sin entrar en detalles sobre el mérito de cada una de estas propuestas, llama profundamente la atención la falta de protagonismo que ha tenido la participación ciudadana en todo este asunto. No me refiero a la opinión de la ciudadanía sobre las medidas ya referidas, sino derechamente a la regulación de los mecanismos de participación ciudadana como un tema en sí mismo. En otras palabras, se ha invocado como argumento la falta de confianza de los ciudadanos hacia sus autoridades para promover una agenda que poco o nada dice sobre la manera en que ambos debiesen relacionarse. ¿No será que uno de los factores que explican la baja confianza ciudadana sea justamente la ausencia de mecanismos participativos en los procesos de toma de decisión?

La experiencia más reciente en materia de participación ciudadana la tuvimos en los últimos procesos constitucionales. El segundo incluso consideró en su reglamento cuatro mecanismos que fueron implementados durante el mes siguiente a la entrega del anteproyecto por parte de la Comisión Experta: iniciativas populares de norma, diálogos ciudadanos, audiencias públicas y consultas ciudadanas.

Aunque bien intencionados, todos estos procedimientos fueron de alguna manera instrumentalizados por los partidos políticos en ambos intentos constitucionales. El caso de las iniciativas populares de normas fue el más evidente; de lado y lado, los partidos coordinaron a sus bases para lograr en tiempo récord las firmas necesarias para impulsar su agenda, haciéndola pasar como si se tratara de una genuina voluntad ciudadana. Lo mismo ocurrió con el resto de los mecanismos participativos, los cuales tenían en común que debían ser activados por ciudadanos políticamente interesados.

En un escenario de desconfianza y desinterés respecto a la actividad política, no parece tener mucho sentido insistir en procesos que deben ser invocados por quienes no perciben estas emociones. Por el contrario, el esfuerzo debiera estar puesto precisamente en atraer a quienes se sienten abandonados por el sistema.

En este contexto, un tipo de mecanismo que debiera ser explorado con mayor detalle son los “deliberative town halls”, los que tienen la particularidad de reunir a políticos con una muestra aleatoria y representativa de ciudadanos que son previamente formados sobre un tema, fomentando así un diálogo deliberativo con audiencias heterogéneas. Dicho diálogo permite recabar información de mejor calidad para la formulación de políticas públicas y, a su vez, disminuye a desconfianza en el sistema político.

Desde Fundación P!ensa, en conjunto con el Institute for Democratic Engagement and Accountability (IDEA) de la Universidad Estatal de Ohio, realizamos dos experimentos con esta metodología durante el último proceso constitucional. En este, reunimos a una muestra aleatoria de casi 3.500 ciudadanos con cuatro consejeros constitucionales de todo el espectro político para deliberar sobre las pensiones y el sistema político. Para fomentar la participación de personas usualmente desinteresadas, se le otorgó a cada asistente un incentivo económico y una minuta informativa sobre el tema a tratar. Por último, se aplicó una encuesta antes y después del evento deliberativo para medir los cambios de percepción en una serie de variables.

Los resultados de este experimento fueron alentadores. Luego de la instancia participativa, hubo una disminución de la desconfianza en el Consejo Constitucional, en los partidos políticos y en el Congreso Nacional -pese a no haber parlamentarios en la sesión-.

Hace unos días, estos mismos indicadores fueron presentados en Washington D.C en el Global Innovation in Democracy, seminario que reunió a una docena de delegaciones parlamentarias y académicos de distintos países del mundo, y al cual asistieron los exconsejeros que participaron de este proyecto. La experiencia compartida por otras delegaciones mostró resultados similares al caso chileno, con algunos países de Europa que incluso ya han implementado instancias innovadoras dentro de su proceso legislativo.

Volviendo al debate sobre nuestro sistema político, la opinión de sus protagonistas sugiere que la desconfianza es simplemente una consecuencia de la falta de acuerdos, sin embargo, parece ser que el problema va, por otro lado: los ciudadanos perciben que el sistema les es ajeno, independiente de sus resultados.

Para revertir la desconfianza en los órganos de representación no basta simplemente con cambiar las reglas que determinan quienes pueden acceder a la toma de decisiones; más bien, se debe repensar la manera de vincular a los políticos con aquellos ciudadanos que ya tiraron la toalla. En definitiva, debemos tomarnos la participación ciudadana de manera más seria y no como un mero trámite donde personas que piensan lo mismo son acarreadas por grupos de interés para confirmar sus sesgos. Dejar a un lado esta dimensión es hacerse trampa en el solitario.

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