Por Maximiliano Duarte
Agencia UNO

Hace quince años se estrenó The Happening cuya traducción hispanoamericana es El fin de los tiempos-. Se trató de la sexta película del director M. Night Shyamalan, responsable de algunas joyas cinematográficas de inicio de este siglo como Sexto sentido, El protegido y Señales.  La primera escena de la película tiene lugar en Central Park, donde dos amigas están sentadas en una banca. Repentinamente, una de ellas se quita la vida enterrándose un pinche en el cuello. A pocas cuadras, un grupo de trabajadores de la construcción está conversando cuando ven que sus colegas comienzan a tirarse desde los andamios. Al rato vemos que en diversas partes del país las personas actúan como si estuvieran poseídas, suicidándose colectivamente. Las primeras declaraciones oficiales apuntan a un ataque biológico por parte de agentes externos, aunque más adelante se descubre que el causante de las muertes fue una toxina liberada por las plantas como mecanismo de defensa ante la amenaza ecológica de los humanos. La película terminó siendo un bodrio decepcionante que fue nominada a cuatro premios Razzies, una estatuilla opuesta a los “Óscar” que reconoce a las peores películas del año.

En un nuevo aniversario del 18 de octubre pienso que en esa época vivimos nuestro propio fin de los tiempos. Guardando las proporciones entre el centro de Santiago y Nueva York, un grupo de secundarios saltó unos torniquetes en la estación Universidad de Chile, desencadenando una serie de actos vandálicos que en poco tiempo culminaron con la devastación de la red del Metro, además de la quema de iglesias, escuelas, museos y cientos de locales comerciales. Básicamente, grupos de ciudadanos comenzaron a actuar irracionalmente y a atentar contra la infraestructura que permitió la movilidad social de millones de chilenos. Un verdadero suicidio colectivo que rápidamente se propagó hacia los principales centros urbanos del país. La coordinación de los eventos destructivos llevó a que el presidente decretara estado de emergencia y aludiera en su primer discurso a un “enemigo poderoso”, sugiriendo la posibilidad de intervención extranjera.

En paralelo a la extensión de la violencia, se expandió con igual velocidad una especie de epidemia que atrofió el juicio de un grupo importante de académicos. De un momento a otro, años de investigación en ciencias sociales fueron borrados de un plumazo y varios intelectuales comenzaron a articular explicaciones que alteraban el significado de los conceptos. Uno de los casos más paradigmáticos de este fenómeno fue la completa desfiguración del término “desobediencia civil”. Por definición, esta corresponde a un acto público – generalmente no violento- contrario a la ley que se comete con el propósito de ocasionar un cambio en la legislación, y en el cual su autor acepta las consecuencias jurídicas de su actuar, apelando a una concepción compartida de justicia. Por algún extraño motivo, el saqueo de locales comerciales y el enfrentamiento físico de encapuchados contra las fuerzas de orden y seguridad fueron considerados una expresión de aquella. Se propagó un discurso en el que violentistas fueron transformados en víctimas de una supuesta “violencia estructural” que operaba como una eximente de responsabilidad ante cualquier delito posterior. En definitiva, fuimos testigos de escenas de fantasía en las que reputados profesores universitarios se transmutaron en el más porro de sus alumnos, calificando hechos con conceptos que apelan precisamente a la situación opuesta.

A algunos incluso les invadió un delirio mesiánico que los autoconvenció de que en ellos recaía una misión solo al alcance de los elegidos: forjar un nuevo orden que supuestamente llevaría a la prosperidad de la nación. Con ese entusiasmo, lograron hacerse parte y dirigir una Convención Constitucional que propuso una refundación de la institucionalidad democrática, convirtiendo un 80% de apoyo en un 62% de rechazo en tan solo un año. Una hazaña efectivamente al alcance de unos pocos.

Es normal que adolescentes desorientados hayan encontrado en la contracultura del estallido social un relato que les permitiera forjar su identidad y sentirse parte de un colectivo. Algo equivalente al fenómeno que vimos hace más de una década con el auge de las tribus urbanas. Y, del mismo modo en que los jóvenes “pokemones” crecieron y ahora miran sus antiguas fotos con algo de vergüenza, seguramente un grupo importante de jóvenes hoy se sienten arrepentidos de su etapa revolucionaria y de haberse dejado engañar por la moda del momento.

Con todo, hay una pregunta aun sin responder: ¿Cómo fue posible que tantos adultos se comportaran como adolescentes? Al igual que las plantas de la película, quizás el delirio de los viejos surgió naturalmente como un mecanismo de defensa. No ante una amenaza a su integridad, sino más bien como un reflejo oportunista para compensar un vacío de épica generacional que los impulsó a erigirse como los nuevos próceres que gobernarían una vez barridas las cenizas.

En El fin de los tiempos finalmente los protagonistas sobreviven. Cuando salen de su refugio se abrazan para esperar su muerte y ahí se percatan de que la epidemia ya había terminado, aunque en la última escena se muestra que en otro país la gente también ha comenzado a matarse, lo que sugiere que la tregua es transitoria.

Hoy las encuestas muestran que casi un 60% de la población valora negativamente el estallido de octubre, aunque lamentablemente aún no logramos salir completamente del atolladero. Hace un año el país estuvo a punto de caer y los cimientos de nuestra institucionalidad se aferraron a un milagro que finalmente ocurrió, aunque la crisis sigue latente. Miramos hacia atrás y vemos que nuestra película envejeció mal y que al fin la crítica la coloca en el lugar nefasto que se merece: como una mancha imperdonable que destiñe lo que había sido una trayectoria destacada. Quizás una de las pocas cosas rescatables es que todo parece indicar que sus directores no volverán a dirigir por un buen tiempo. Ojalá que así sea.

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