Por María José Azócar
FOTO: HANS SCOTT/AGENCIAUNO

En el año 2011, Michelle Bachelet -por entonces la directora ejecutiva de ONU Mujeres- llamaba a entender la inversión en niñas y mujeres como un asunto de “smart economics”, es decir, como una inversión que trae buenos retornos económicos. Como señaló, invertir en fortalecer la capacidad productiva de las mujeres es un juego “win-win” porque todos se benefician: empresas, trabajadores, gobiernos y la sociedad civil.

Las declaraciones de Bachelet en el año 2011 son parte de un contexto general internacional en que organizaciones internacionales, autoridades de gobiernos del Norte Global y empresas transnacionales hicieron suyo un discurso que vinculó la lucha contra la discriminación por género con aspiraciones capitalistas por “frenar la pérdida de talentos” y tener “mercados más eficientes”. Este ha sido un discurso que, si bien recoge antiguas aspiraciones reformistas del siglo XIX que consideraban que el capitalismo tiene ventajas morales al mitigar conflictos e impulsar la cooperación; también es un discurso que tiene nuevos componentes al ser hoy abrazado por mujeres que ocupan posiciones de poder, y que, por ejemplo, son explícitas en impulsar políticas para romper con techos de cristal (ver, por ejemplo, la declaración de Rossana Costa en el encuentro de hace unos días atrás entre mujeres y la secretaria del Tesoro de Estados Unidos Janet Yellen).

A continuación, usamos dos ejemplos para reflexionar sobre las consecuencias que ha traído el discurso por más inversión en las mujeres y que, como veremos, ha terminado cooptando aspiraciones feministas por una transformación estructural de las desigualdades sociales.

Primero, en el mundo de la filantropía, el discurso de la inversión en niñas y mujeres ha sido ampliamente usado por instituciones creadas por billonarios. Andrónico Luksic, por ejemplo, a través de la Fundación Luksic, ha implementado la iniciativa “Despega Mujer” que entrega dos millones de pesos a “mujeres emprendedoras”. Como lo indican las bases del concurso, la Fundación Luksic tiene “la convicción de que el emprendimiento es fundamental para el progreso y desarrollo de Chile, y de que existe una enorme necesidad de potenciar a las emprendedoras del país”.

Es importante detenerse en el orden de prioridades que se establece desde la Fundación Luksic: primero el progreso, luego las mujeres. Es decir, para conseguir el progreso, las mujeres deben transformar sus subjetividades -esto es, transformarse en emprendedoras-. Entonces, la propuesta de Luksic es que, si las mujeres enfrentan obstáculos para “despegar” y “progresar”, la solución está en entregarles herramientas para una transformación individual, separada de sus familias y comunidades. Y desde luego que, si la donación de dos millones de pesos no logra los resultados esperados, el problema está en las mujeres, y no en relaciones desiguales de poder que son históricas y que cruzan a la sociedad.

La cruel ironía de la filantropía capitalista de la Fundación Luksic es que la fuente de los dineros donados a esas mujeres proviene de negocios que se sustentan en relaciones de explotación, violencia contra la naturaleza y evasión de impuestos. Negocios que el billonario Luksic (y el billonario Gates, Buffett, etc.) usa para luego aparecer como buen ciudadano y salvador de mujeres. Es una filantropía que, al depender del capitalismo, su éxito está en su fracaso: dado que el progreso para todas las mujeres nunca llega, siempre será necesario entregar más donaciones.

Otro ejemplo que nos ayuda a entender las consecuencias que ha tenido el discurso de “inversión en mujeres” se relaciona con los estilos de gobierno centrados en la gestión de datos y cierre de brechas de género.

Una intervención importante que han hecho economistas que han ocupado cargos de poder en distintos gobiernos de Chile desde los años 90s ha sido instalar la necesidad de contar con “datos duros”. La creación de bases de datos y la formulación de informes de gestión con indicadores que miden impactos ha sido una larga batalla que se ha sustentado en la idea de que, si no se cuentan con datos cuantitativos que diagnostiquen los problemas, entonces es más difícil convencer a tomadores de decisión para hacer cambios.

Bajo este imaginario de la gobernanza de los números es que se han impulsado desde distintos gobiernos una serie de iniciativas que buscan medir brechas de género para describir cuánto más arriba o abajo están las mujeres respecto a los hombres y en determinadas áreas. Por ejemplo, la Comisión para el Mercado Financiero publica anualmente un informe donde da cuenta de las brechas de género en materia de acceso a créditos, participación de mujeres en directorios de empresas, entre otros. Es un informe que le permite decir a Solange Berstein (presidenta de la CMF) que las mujeres tienen más “integridad financiera” que los hombres o que tienen un nivel de endeudamiento menor que los hombres. Si esto es así, es un buen negocio para los bancos invertir en mujeres.

El problema de esta forma de entender las desigualdades de género es que estas terminan conceptualizándose como un asunto descriptivo que simplemente ranquea a grupos sociales (las mujeres más arriba o más abajo que los hombres). Dicho de otra forma, el informe de la CMF queda en completo silencio respecto a cuáles son los mecanismos que explican por qué las mujeres se endeudan, quiénes se benefician de esa deuda y por qué más allá de las diferencias entre hombres y mujeres, el endeudamiento es un problema que cruza a la clase trabajadora en su conjunto.

Desde una perspectiva relacional, las desigualdades sociales son siempre una relación social: lo femenino existe en relación a lo masculino del mismo modo que la clase trabajadora existe porque existe una clase capitalista. Entonces, desde esta última perspectiva, el desafío no está simplemente en describir, sino en explicar los mecanismos y procesos sociales que generan las fuentes de desigualdad, y que, en nuestro ejemplo, explican por qué el endeudamiento va de la mano con la concentración de poder a costa del pago de bajos salarios y la generación de empleos precarios.

Invertir en niñas y mujeres para integrarlas a una economía capitalista no hace un cambio sustantivo en los sistemas de poder que explotan y oprimen a esas mismas niñas y mujeres. Como hemos visto aquí, este discurso despolitiza las desigualdades como un mero asunto de progreso individual, rankings y brechas, y de paso refuerza fantasías patriarcales y coloniales de masculinidades salvadoras de pobres mujeres que, para cambiar sus vidas, necesitan una oportunidad para despegar. 

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