Por Marcelo Mardones
Agencia UNO

Durante los últimos días, varias columnas en medios tradicionales han puesto su foco sobre el casco histórico de Santiago y su más reciente crisis. La verdad, no recuerdo hasta ahora tanto interés por la cuestión urbana, un debate ascendente desde el 2019 hasta ahora. Cuestión curiosa a lo menos, cuando durante las últimas décadas vimos crecer en una indiferencia generalizada periferias surgidas tras las erradicaciones forzosas durante la dictadura y consolidadas con las políticas de vivienda social desarrolladas masivamente durante la Transición. De un diseño arquitectónico incapaz de ofrecer soluciones habitacionales dignas ni funcionales, como lo recuerdan los palafitos aledaños a los blocks que abundan ante la mínima necesidad de ampliación o la memoria infame de las casas COPEVA, tampoco se acompañaron de un política social y urbana integral. La consecuencia lógica de ello, con la guetificación actual de grandes áreas de la ciudad metropolitana, tuvo un desarrollo histórico que, salvo algunas voces dispersas, jamás llamó la atención de los medios. Tampoco sucedió ello cuando las autopistas urbanas dividieron amplios tramos en comunas empobrecidas, sin ningún tipo de compensación urbana a unos habitantes que asumieron su impacto como podían porque a nadie se le ocurrió plantear una carretera subterránea como AVO en Renca o La Granja.

Nada de eso es extraño para quienes hemos trabajado históricamente la ciudad, ya que la segregación y los desequilibrios urbanos han sido la tónica de su crecimiento desde que se inició su expansión demográfica en la segunda mitad del siglo XIX. La idea de Vicuña Mackenna respecto a la ciudad propia versus el Cairo infecto de sus arrabales se masificó al punto que observamos hoy en día: una metrópolis dual, donde la población menos favorecida habita enormes periferias donde la presencia del Estado es cada vez más tenue, cuando no ausente. No obstante, aquello no pareció incomodar a las élites locales, por mucho que diversas leyes para estimular la construcción de viviendas obreras se hayan establecido desde 1906, las que, sin embargo, no fueron capaces de cubrir la demanda habitacional para una población en continuo aumento. De ahí surgió la ciudad de las tomas, que incomodaron a las clases altas cuando las acompañaron en su tránsito al oriente hasta el punto de expulsarlas forzosamente de su nuevo refugio, como ocurrió en la villa San Luis de Las Condes, un asalto a mano armada del Ejército contra sus habitantes. Sobre ello tampoco los columnistas del periodo escribieron textos de denuncia, porque la ciudad que importaba era aquella donde los pobres habían sido relegados o perseguidos.

Por eso, no es muy difícil apreciar en este aparente interés por la ciudad un trasfondo político, cuestión que no debe sorprendernos porque lo urbano es, en esencia, un espacio para el debate y la deliberación. Pero también debe ser el lugar de un análisis técnico e interdisciplinario, y entre ello también histórico: así, abogados devenidos en urbanistas desde sus estudios y centros de investigación del cono de alta renta advierten horrorizados sobre el declive del casco central como consecuencia del estallido social, convertido hoy en una simple muletilla para explicar desde el comercio ambulante hasta la incapacidad, de instituciones y autoridades políticas de todo signo para hacerse cargo de estas problemáticas. Y es que con ello ignoran aquel Santiago de la miseria y la precariedad que denunciaron los ensayistas del Centenario, el conventillo donde la generación del 38 retrató descarnadamente el conventillo o la metrópolis de la pobreza que mostraron documentalistas y cineastas desde la década del cincuenta, como ocurrió años después en Largo viaje de Patricio Kaulen.

Así, cuando analistas políticos se refieren a Santiago como “joya de la corona, con su especial mezcla de edificios coloniales, arquitectura neoclásica y la vanguardia de rascacielos setenteros y ochenteros” (Kenneth Bunker en Ex Ante), me imagino esas fotos postales de paisajes urbanos del cual fue un gran cultor el fotógrafo Enrique Mora: una ciudad inmaculada, cuidadamente limpia y ordenada en las imágenes porque precisamente excluía los bordes pobres y precarios de la misma. Porque más que urbe colonial o museo neoclásico, la capital chilena ha sido un espacio de contrastes tal como buena parte de las grandes ciudades latinoamericanas, con una verticalización en las últimas décadas que repobló el área central, pero sin velar por el espacio público a su alrededor, y, además, para qué mencionar sus dudosos aportes estéticos al paisaje.

Nos enfrentamos así a un problema urbano evidente como el que exhibe el Santiago del estallido, la pandemia y los nuevos fenómenos como la migración latinoamericana masiva sobre todo con esa mirada autoindulgente y arrogante de una élite que no conoce la ciudad que habita más allá de sus feudos cotidianos. En dicha lógica, la única solución posible es el palo y bizcochuelo portaliano ya que la ciudad que debate y se manifiesta es la representación de todos sus temores políticos, en particular aquel que considera la disputa del poder. La preocupación de estas voces mimadas por los agentes fácticos no tiene tanto que ver con el patrimonio o el orden estético de la ciudad, sino con el control de recursos e inversiones bajo las lógicas más convencionales del establishment criollo y en particular contra cualquier disputa a sus miradas sobre la realidad, aunque con sus anteojeras ignoren la historicidad propia del espacio urbano del casco histórico al que evocan desde Las Condes o Vitacura. ¿Podemos confiar en dichos análisis para entender las dinámicas urbanas, sus tensiones actuales y posibles soluciones? Lo dudo.

Cerrando esta reflexión, recuerdo a la periodista Jane Jacobs y su hasta hoy influyente libro Muerte y vida de las grandes ciudades. Sin una formación especializada en urbanismo, sino desde el periodismo y la observación, se transformó en una referente de las miradas que buscaron entender al espacio urbano desde lo social, analizando fenómenos como la violencia a partir de los impactos que tenían los abandonos en que quedaban los barrios por desinterés político o el impacto de obras de infraestructura como las carreteras de Robert Moses sobre los distritos populares de Nueva York. Quizás su concepto central sea el de la vitalidad urbana, una idea donde las relaciones sociales practicadas en el espacio urbano crean una red que llena la ciudad de prácticas virtuosas capaces de rescatarlas de las crisis que cada tanto las afectan como reflejos de las tensiones políticas, económicas y sociales en sus calles. Y este modelo en crisis remite en lo urbano el estallido y la pandemia en sus muros y espacios vacíos, en los restaurants devenidos en ópticas y muchos otros detalles particulares para quienes caminamos por sus vericuetos, justamente la ausencia de dicha vitalidad, de una participación social amplia en el hacer y vivir la ciudad. Así, más que comentarios desde la burbuja, podremos enfrentar el desafío de reconstruirla desde la necesaria inserción de las comunidades, un reclamo que ninguna de las voces transformadas en referentes urbanos parece advertir en sus escandalizados reclamos.

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