Por Juan Pablo Rodríguez
Agencia UNO / Referencial

La tensión entre pragmatismo e idealismo parece connatural a la política. Ambas son usadas, para describir el actuar de un político, a veces como virtud y a veces como defecto. A riesgo de simplificar una disquisición filosófica mayor, que excede tanto la capacidad de una columna como el conocimiento de quien suscribe esta, podemos decir que el pragmatismo nos remite, en cierta medida, a Maquiavelo y la “real politik” –centrado en el cómo “son” las cosas- y el idealismo nos lleva, también en cierta medida, a Platón y el cómo “deben ser” las cosas. Mientras el pragmático centra su actuar en la efectividad, el idealista lo hace en el valor subyacente de su proposición. Ambos, probablemente, encuentran una justificación moral en su actuar. Mientras el pragmático defenderá que sus concesiones se hacen necesarias para cambiar de veras la realidad de las cosas, el idealista defenderá que el poder no es un valor en sí mismo sino que un camino para hacer el bien.

“Paris bien vale una misa” habría dicho el pragmático (y protestante) Enrique IV al convertirse al catolicismo para acceder al reino de Francia. “Prefiero perder mis Estados a gobernar sobre herejes” habría dicho el idealista (y fiel defensor de la fe católica) Felipe II. Si bien ambas frases son aparentemente apócrifas nos sirven para graficar el punto. ¿Cuál es el buen político? ¿El dúctil o el coherente? ¿El que se acomoda a una realidad invencible para acercarse a lo que busca o el que a través de la consistencia logra credibilidad a riesgo de ser derrotado? Probablemente el que encuentra un equilibrio o establece los límites entre ambas dimensiones en el punto correcto, es decir el que, asistido por la virtud de la prudencia, sabe cuándo ser idealista y cuándo ser pragmático.

¿Es el presidente un idealista o un pragmático?

El primer Gabriel Boric que conocimos –el dirigente estudiantil, diputado y candidato de primera vuelta- probablemente se asemeja más al arquetipo idealista. Más aún, su biografía pública hasta ese punto llega a ser un cliché: joven burgués y marxista, carismático y talentoso, dispuesto a “darlo todo” por la causa, a saber, lograr “justicia social”. Unido a sus importantes capacidades, ese idealismo, probablemente acompañado de dosis de pragmatismo más desconocidas para la opinión pública, le significó un gran éxito electoral, siendo presidente del Centro de Estudiantes de Derecho y de la FECH, líder de las protestas estudiantiles de 2011, dos veces elegido diputado por su tierra natal y vencedor de las primarias presidenciales de la extrema izquierda, ganándole al favorito Daniel Jadue.

Lamentablemente su idealismo, a nuestro juicio, no está orientado hacia el bien común. Tributario, por un lado, de Laclau y Mouffe, adolece de un cierto populismo voluntarista y, por otro lado, y aunque pueda considerarse contradictorio, su discurso a veces denota un idealismo marxista traducido en un mentalidad utópica que, conocidos los socialismos reales y sus millones de muertos y caído el muro de Berlín, parece inmune a la refutación y es ávido de imposibles. Esta estructura de pensamiento resulta doblemente lamentable cuando, para avanzar hacia una sociedad sin conflictos, justifica el uso de la violencia para eliminar las condiciones que los propician, como la propiedad o el orden legal, lo que se vio reflejado tanto en sus votos como congresista como en su primera actitud frente a la intentona golpista de octubre de 2019.

El segundo Gabriel Boric que conocimos –el de candidato en la segunda vuelta presidencial- se asemeja al arquetipo pragmático. Engominado, con anteojos y de barba perfilada, no escatimó esfuerzos en transmitir moderación, no solo cambiando su imagen sino que su agenda y tono, mostrándose como nunca lo habíamos visto ni lo volvimos a ver. En su nueva franja televisiva aparecieron las banderas de Chile y un duro discurso contra la delincuencia. Esta puesta en escena, probablemente justificada por él en la necesidad de dar concesiones para evitar el mal mayor que significaría el triunfo de Kast, le rindió frutos electorales, transformándose en presidente de Chile.

El tercer Gabriel Boric que estamos conociendo –el de presidente de la República- se ha caracterizado por su falta de coherencia discursiva, lo que se traduce en poca credibilidad y escaso valor de su palabra. Una cosa es su capacidad oratoria –que a muchos les parece destacable- y otra cosa es la inconsistencia entre sus distintos discursos y la perplejidad que esto naturalmente genera.

¿No resulta exagerado y poco creíble que quien hizo del desprecio a la transición un deporte y del reemplazo a la exconcertación una misión, afirmara a pocos meses de asumir el cargo que “si alguna vez en el futuro lejano, somos muy jóvenes aún, se nos recuerda a los Cariola, Jackson, Vallejo y Boric de la actual generación como hoy día se recuerda a Aylwin (…) sin lugar a dudas habremos cumplido nuestro cometido?

¿Es razonable un día definirse como “un perro contra la delincuencia” y afirmar “me levanto y me acuesto pensando en cómo mejorar la seguridad” y, al poco tiempo, indultar un delincuente condenado por tratar de asesinar a un policía?

¿No es jugar con la capacidad de nuestra memoria que quien hasta hace muy poco retrataba los último 30 años de Chile como la síntesis de todos los males justificando el descontento social en que “no fueron 30 pesos si no 30 años”, hoy señale, sin mediar mayor explicación de por medio, que “los últimos 30 años desde la vuelta a la democracia, somos un país que ha disminuido la pobreza, que ha fortalecido sus instituciones, que se ha insertado en el mundo, que ha optado por el multilateralismo, que ha logrado abrir lazos comerciales y culturales con diferentes regiones, lo que hoy día nos enorgullece”?

¿Cómo conversa el presidente aplaudido en la ENADE con el que confiesa, a un medio británico, que una parte de él quiere derrocar el capitalismo?

Hay, lamentablemente, muchísimos más ejemplos de estas piruetas discursivas que, por extensión, no puedo incluir pero que son públicos.

El problema de esta permanente incoherencia es que, sea por convicción idealista o por inteligencia pragmática, para la labor política, pero especialmente para conducir un país, se requiere un mínimo de credibilidad. Estos cambios radicales de un día para otro sin mediar explicación no son señal ni de madurez ni de pragmatismo (que se hace imposible si la persona no es creíble), son manifestación de levedad, falta de rumbo o ninguneo a la inteligencia de la población. 

El año pasado, a propósito del trabajo de la Convención Constitucional, el presidente afirmó, con tanta seguridad como equivocación, que “cualquier resultado será mejor que una Constitución escrita por cuatro generales”. En diciembre de este año, luego de la propuesta del actual Consejo Constitucional, tendremos una nueva oportunidad para ver cuánto vale la palabra de nuestro presidente.

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