Por Juan Pablo Rodríguez
Agencia UNO

Uno de los aspectos positivos de la discusión pública en torno a los 50 años del 11 de septiembre, que lamentablemente fueron pocos, ha consistido en generar una conversación en torno a nuestra historia y constatar, sobre todo las nuevas generaciones, que somos un país diametralmente distinto al de inicios de los ’70.

En lo referido al bienestar de la población, pasamos de ser un país pobre en la cola del barrio latinoamericano a uno con perspectivas de desarrollo que, en general, tiene de los mejores índices de desarrollo humano de la región. Además de una drástica disminución de la pobreza, se ha logrado un tránsito relativamente acelerado hacia la modernidad, la expansión del consumo, mayor escolaridad y un cambio en la estructura social desde una basada en el origen a otra donde el mérito es un factor, aunque aún insuficiente, mucho más relevante.

Ese camino de progreso –lleno de imperfecciones, injusticias y desafíos- parece haberse detenido y urge retomarlo.

Hace 10 años, en septiembre de 2013 y ad portas del segundo gobierno de Bachelet, un 47% de la población consideraba que Chile estaba “progresando”, un 44% que estábamos estancados” y un 7% afirmaba que el país estaba “en decadencia”. Hoy un 14% (-33) afirma que estamos “progresando”, un 51% (+4) que estamos “estancados” y un 35% (+28) que sufrimos una “decadencia” (serie de encuestas CEP).

El segundo gobierno de Bachelet, lamentablemente, inició una marcada erosión de nuestra amistad cívica, un relativo desprecio por el buen desempeño económico y aceleró el deterioro de nuestras seguridades institucionales y de orden público, lo que explica, en parte, el justificado tránsito al pesimismo de la población.

En primer lugar, el segundo gobierno de la expresidenta y primero de la Nueva Mayoría, ahora con el Partido Comunista dentro de la coalición, contribuyó decididamente a comenzar a diluir nuestra amistad cívica y una cierta disposición a encontrar acuerdos a través de un lenguaje añejo que, aprovechándose de su mayoría parlamentaria, caricaturizó a la oposición como “los poderosos de siempre que defendían sus intereses y no lo de los chilenos”. Un excelente adelanto de lo que, años después, sería la Convención Constitucional. Ellos son los buenos que buscan la justicia social, mientras que la oposición, circunstancialmente minoritaria, son los malos que defienden intereses espurios y un orden social destinado al fracaso. Esa superioridad moral impide la deliberación democrática y hace muy difícil encontrar puntos comunes. Si el del frente es un enemigo maligno, y no un adversario con recetas distintas para solucionar los problemas públicos, cualquier diálogo es más una puesta en escena que una búsqueda de consensos. A su vez, el cambio al sistema electoral para elegir parlamentarios, pasando del sistema binominal al actual, produjo una fragmentación en el Congreso, cuyos efectos más nocivos sufrimos hoy, contribuyendo a la ingobernabilidad y empeorando la dificultad global que enfrentan hoy las democracias en orden a producir acuerdos en los temas fundamantales para avanzar y no estancarse.

En segundo lugar, en materia económica llevamos una década para el olvido. Quitando la pandemia hemos crecido en promedio un 2% anual y el PIB per cápita está congelado. Para que a todos nos vaya bien al país le tiene que ir bien. La Cepal previó que en la región este año, junto con Haití, seríamos el país con peor desempeño en la materia. Quienes más sufren las nocivas consecuencias del nulo crecimiento y de una mayor inflación son las clases medias y los sectores más desfavorecidos. Parte del malestar social, probablemente, se explica por estas magras cifras, dado que antes el crecimiento y la certeza institucional venían haciendo el trabajo silenciosamente. Lento, pero seguro y hacia delante. Por otro lado, desde hace un buen rato, pareciera ser que la única respuesta desde el gobierno es más impuestos y más Estado. La rechazada reforma tributaria de este gobierno incrementaba el gasto público en cerca de 4% del PIB y en su primer año creó 94.100 nuevos empleos públicos, aumentando un 8,6% estos, muy lejos del crecimiento del 1% de los trabajos en el sector privado. A esto se suma el intento de estatización de los seguros de salud, de la administración de los ahorros previsionales y de la extracción del litio. Todo esto pasando con un Estado anticuado, averso a la modernización, tanto por los transversales intereses de los actores políticos en utilizarlo como un botín pagador de favores como por la dificultad de enfrentarse a los intereses de diversas asociaciones de funcionarios y posibles paralizaciones

En tercer término, en estos 10 años se ha profundizado la crisis de confianza –que en parte es producto de un fenómeno global- y se ha acelerado el deterioro de nuestras instituciones: presidentes que abdican de sus deberes básicos, jueces que hacen políticas públicas a través de sus fallos y parlamentarios que promueven proyectos abiertamente inconstitucionales son solo una muestra que grafica el estado de las cosas en nuestro país. A esto se suma la ya insoportable incertidumbre producida por el bucle constitucional en el que estamos. Esperemos que a fin de año le pongamos fin a esta incerteza y aprovechemos el cambio constitucional para mejorar el sistema político y facilitar la producción de decisiones públicas en los aspectos centrales que afectan la calidad de vida.

En cuarto lugar, tanto las incivilidades que han deteriorado nuestras ciudades de manera especialmente intensa desde el denominado estallido social (que además nos hizo retroceder en la validación de la violencia como método político) como el aumento de las tasas de criminalidad y la importación de formas de delitos a las que no estábamos acostumbrados, cada vez más violentas y desvergonzadas, han empeorado nuestra calidad de vida en esta década. ¿Qué importa la discusión en torno a derechos sociales si no hay paz para vivir tranquilos? Esto, además de las cifras oficiales, podemos constatarlo caminando y conversando en casi cada ciudad de Chile. También lo acaba de hacer presente Marcos Galperin, fundador de Mercado Libre, quien hace algunos días afirmó “Operamos en América Latina hace 24 años y hemos visto de todo. El único país donde no habíamos visto de todo era Chile, pero en los últimos años se latinoamericanizó… Nos sorprendió mucho que tuvimos tres robos en seis meses, cosa que no nos pasó en ningún país de América Latina. Y fueron muy violentos. Abrimos un nuevo centro, con las mayores medidas de seguridad, es como estar operando en Ucrania”.

Volviendo a los 50 años del 11 de septiembre, pareciera ser que, también en esto, retrocedimos respecto de las décadas anteriores y lo que habíamos avanzado, probablemente gracias a un gobierno que se concentró en los puntos de desencuentro y no, como lo hizo el Senado por ejemplo, en ciertos puntos comunes que nos permitan mirar, como un solo país, hacia delante.

Un país paralizado en sus decisiones públicas, sin dinamismo económico, con alta incertidumbre institucional, con problemas graves de seguridad pública, no reconciliado con su pasado y sin mirada de futuro, no parece ser la mejor opción para confiar.

Que la fiesta del 18 de septiembre nos sirva para recordar el gran país que somos, que es uno solo y que necesita para avanzar que todos rememos, más o menos, en una dirección compartida. Si bien nos desviamos, todavía estamos a tiempo de rectificar el rumbo.

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