Por Juan Fernández Labbé
Agencia Uno.

Los resultados de la CASEN 2022 recientemente dados a conocer traen buenas noticias y también grandes desafíos. La primera buena noticia es la caída en el porcentaje de población que se ubica bajo la línea de pobreza monetaria extrema y no extrema, así como bajo el punto de corte de pobreza multidimensional, alcanzando cifras inéditas (6,5% para monetaria y 16,9% para multidimensional).

La segunda buena noticia es que la política pública demuestra eficacia, pues la acción del Estado (principalmente subsidios y transferencias) logra impactar de modo significativo en el marco de procesos de redistribución social de los ingresos. Es decir, no es una hipotética mano invisible del mercado la que logra estos resultados, sino que una mano visible y trazable de recursos públicos que operan redistributivamente. Y una tercera buena noticia es que, si bien no se acentúa, al menos sigue la tendencia de reducción de brechas entre las zonas urbanas y rurales.

Los desafíos son de distinto orden. En primer lugar, existen brechas que continúan siendo relevantes respecto de algunos grupos de la población: la pobreza es mayor en las mujeres, en los indígenas, y en los nacidos en el extranjero. Es decir, en la distribución de la riqueza social se sigue castigando por factores adscriptos que no dicen relación con las capacidades de las personas, sino que con su contexto y los mecanismos de discriminación que operan en la sociedad. Esto desafía a la política social a profundizar en medidas que promuevan el cierre de estas brechas, con pertinencia de género e intercultural.

En segundo lugar, si la acción del Estado a través de subsidios y transferencias ha dado resultados en el corto plazo, el desafío es dar algunos pasos más allá de dichas medidas para que los resultados sean sostenibles en el tiempo e intergeneracionales. El riesgo de la autocomplacencia sobre estos resultados es creer que la receta de las transferencias monetarias de la mano de la focalización es la solución por sí sola, sin ir acompañada de otras medidas que son las que podrían darle permanencia en el tiempo y que son tan profundas como las raíces estructurales de la pobreza y de la desigualdad.

Como afirmaba un ex Secretario Ejecutivo de Cepal “la evidencia estadística demuestra que los efectos redistributivos del gasto público social son más importantes cuanto mayor es la cobertura de los servicios sociales; en otras palabras, que la mejor focalización es una política universal” (Ocampo, 2008).

Piketty (2021), en su análisis histórico de la igualdad/desigualdad, concluye que “la reducción de las desigualdades (…) es sobre todo el resultado del auge del Estado social, el establecimiento de una cierta igualdad de acceso a bienes fundamentales, como la educación y la sanidad, y el desarrollo de una fiscalidad muy progresiva sobre las rentas altas y la riqueza” (p. 57).

Es decir, mayores impuestos a los grupos de mayores ingresos, para una redistribución en áreas sensibles como salud, educación y pensiones, que mejoran las condiciones de vida de la población, especialmente de los grupos pobres, junto con permitirles una base desde la cual desplegar autónomamente sus proyectos vitales. Sobre esa base, la promoción de mercados laborales dinámicos y con condiciones de trabajo dignas es la otra parte fundamental. Ambas partes son necesarias.

Hablar de protección social, de derechos sociales y de cohesión social, cobra más valor en nuestro país ahora, en que celebramos las mejoras expresadas por los indicadores de la Casen 2022, pero sabemos que para que esta “foto” se convierta en procesos que le cambien la vida de modo sostenible a los niños y niñas, adolescentes y jóvenes, mujeres y adultos mayores, se requiere de un abordaje articulado e integral, que avance de modo simultáneo en reducir pobreza y disminuir desigualdades en los distintos ámbitos de la vida, un pacto social orientado al bienestar general.

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