Por José Miguel González
Agencia UNO

Conforme a la última encuesta Criteria, del mes que corre, los chilenos que estarían de acuerdo con que “la violencia en las manifestaciones es la única manera de ser escuchados por la clase política” habrían aumentado 6 puntos en comparación a octubre del 2022, pasando de 21% a 27%. Aun así, ello sigue siendo distante del 39% que la misma encuesta arrojaba para octubre del año 2020 en la misma pregunta. Además, destaca el contraste marcado en la valoración del estallido, que ha transitado desde una gran validación a una marcada negatividad en la misma encuesta en 4 años desde dicho hito.

De buenas a primeras, podría apreciarse un cierto viento –o brisa, más bien– favorable a la condena de la violencia, sobre todo si nos comparamos con la fiebre nihilista de aquel octubre enceguecida y permisiva frente a la violencia. Pero lo único más patente en realidad es el nivel de volatilidad del tema en estos años, lo cual, antes que cualquier otra cosa, constata la enorme fragilidad del supuesto acuerdo subyacente a nuestra democracia: que la fuerza es monopolio del Estado y, por ende, la violencia no es un mecanismo válido en ninguna circunstancia. Así, queda en evidencia que el asunto es sumamente dependiente de las circunstancias. Como diría el Guasón de Christopher Nolan: “La locura es como la gravedad, solamente necesita un pequeño empujón”.

El profesor Sebastián Soto comenta, tras haber analizado las actas de la discusión relativa a la violencia en la Cámara de Diputados (posterior el 18 de octubre de 2019), que los detractores de la violencia –quienes fueron enfáticos en esa línea, al menos– lo que más exigían era su condena, pero sin mayor elaboración ni contenido en su argumentación. La pregunta que surge es si ante la fragilidad que atestiguamos, ¿no hará falta mucho más que eso? Jean Bethke Elshtein sugiere en La democracia puesta a prueba, por ejemplo, que las amenazas a la democracia son, además de sus enemigos externos, múltiples e internas. Pero más allá de la proveniencia, defiende convincentemente una actitud cívica generalizada de defensa y relegitimación permanente del ethos democrático: todo lo contrario a darlo por asumido.

Si el pacto contra la violencia no es tal hoy por hoy, o es a lo menos bien frágil, entonces ¿qué hacer?

Un primer punto de preocupación podría ser cerrar bien el círculo de coherencia en torno a la condena de la violencia. Me refiero a que la condena inequívoca, sin distinciones, en todo momento y circunstancia, debe aplicarse a cabalidad, sin fisuras. Y es que hoy hay miles de chilenos que conviven con la violencia: quienes viven a merced del narco o pandillas, entre balaceras, o es el caso de colegios, donde una alumna es apuñalada o un profesor rociado con bencina, o quienes ven usurpadas sus casas o tomadas sus tierras impunemente, por mencionar algunos ejemplos. Mientras dicha violencia –real, no simbólica, no se trata acá del empate artificioso que sugieren algunas izquierdas– no se vea abordada con ahínco y eficiencia por la autoridad y procedimientos competentes, nuestro pacto tambalea, se agrieta. Y puede ser aún peor: si se da pie a la sensación de que hay violencias priorizadas y otras invisibilizadas prácticamente según la comuna de Santiago donde ocurran los hechos, estamos ante un caldo de cultivo de indignidad y malestar, pues se transmitiría que la violencia es un discurso que corre para algunos solamente.

Lo segundo es que, sin dejar de condenar la violencia ni ceder a su relativización, es necesario un poco de esfuerzo por comprender las raíces de la virulencia o las causas del fenómeno. En la misma medida en que es posible atender a las circunstancias sociales que llevaron a una persona cometer un delito, sin titubear ni un segundo, porque la pena la merece como ser humano libre y responsable de sus actos, es posible y necesario reflexionar sobre las razones detrás de la violencia y demostrar esa comprensión. La lista, al hacer este ejercicio con apertura y cruda honestidad, puede ser amplia y multicausal: deterioro de la familia, crisis de autoridad, de nuestra educación, infancia vulnerable postergada y de escasa priorización real, anomia, aspectos generacionales, etc. La gracia está en hacer el ejercicio no a modo de exculpación, sino de comprensión y eventual enfrentamiento de algunas de las raíces del problema.

Finalmente, lo que cae de perogrullo: condenar la violencia debe ser un eterno volver a lo básico. No son tiempos para dar por asumido nada. Y aquí la urgencia está en que cada nuevo lamentable episodio de violencia vea fundamentada su condena con énfasis en su especial malignidad, su capacidad de instrumentalizar personas para supuestos fines nobles, su atentado contra el más débil y la vuelta a las reglas de la jungla del más fuerte y, en fin, la muerte de toda posibilidad de diálogo entre distintos, algo que nos es tan esencial y fundamental como humanos.

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