Por José Manuel Cuadro

La nacionalidad chilena ha sido formada por un Estado que ha antecedido a ella”. La cita es más que conocida; corresponde al “Ensayo histórico” de Mario Góngora. Dicha tesis ha traído varias interpretaciones y análisis desde su publicación en 1981. Un primer esbozo lleva a entender que se refiere al Estado en cuanto aparato burocrático, al fisco, al estatismo. Sin embargo, el mismo Góngora se esmeró en desarrollar la idea de Estado como una unidad espiritual y una fisionomía de existencia histórica, que en el fondo refiere al Estado como la tradición institucional que moldea la unidad nacional y, por consiguiente, los consensos sociales.

Un Estado fuerte, que sirva como unidad espiritual de la nación, conlleva inexorablemente el fortalecimiento del tejido asociativo. En suma, el Estado para hacer su “pega” necesita del empuje de su tiempo: de la respuesta que los hombres de su época le dan a las necesidades de su contexto; y las Constituciones de cada época son ejemplo de ello, sobre todo, los regímenes políticos que cada una configuró. En 1833 el texto organizó administraciones fuertes, y mientras los vecinos países se debatían entre caudillos y motines, en Chile se permitía el surgimiento de tres partidos políticos anclas de la tradición chilena: Liberal (1849); Conservador (1857) y Radical (1863). En línea con lo anterior, la Constitución de 1925 se esforzó por reforzar al Ejecutivo, frenando las mañosas interpretaciones de la élite parlamentaria y respondió con altura a los nuevos actores de la época: la burguesía y la mesocracia. Así, por consecuencia, permitió ciclos políticos de alianzas partidistas que fortalecieron el aparato estatal, ampliaron su alcance y demostraron la fuerte asociatividad presente en el ethos de la nación.

Así, llegamos a 1980 con una Constitución que si bien elevó la libertad económica como base de la política, potenció el presidencialismo y permitió la asociatividad de las tradiciones políticas y partidarias presentes en Chile, acompañando su acción política con distintos instrumentos que fomentaban los acuerdos supra mayoritarios. Dichos partidos, nuevamente -lejanos al caudillismo y profundamente institucionales-, desenvolvieron un papel esencial en la modernización capitalista de las últimas décadas. Pero eso, fruto de su propio éxito, se estancó. Desde las últimas dos legislaturas la tradición partidista chilena se ha desdibujado, cayendo en personalismos, maquinarias electorales, aparatos transaccionales, desprovistas de mayor sentido y horizonte.

Si bien, en las últimas horas se ha hablado hasta el hartazgo de que la “cuestión constitucional” está cerrada, el Estado y su fisionomía no pueden seguir eludiendo a la pregunta por el régimen político que nuestro Chile actual demanda a gritos, es inviable cualquier cambio del tipo social o enriquecer el tejido nacional sin un régimen político fuerte, centralizador y en comunión con la tradición institucional del país. De esta manera, su norte debe conducir, inexorablemente, a eliminar micro partidos que solo sirven como cajas pagadoras y tribunas para avivar fuegos internos de “líderes” con tintes de caudillos, y -lamentablemente-, de esos hay en izquierdas y derechas. Para seguir enriqueciendo la tradición nacional chilena no necesitamos otra Convención o Consejo, sino volver a los partidos fuertes, cohesionados, anclados en la nación y en la fisonomía espiritual de Chile. Proponerlo no es utópico, es historia.

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