Por Jorge Cordero
agencia uno

La relación del Estado de Chile con el pueblo Mapuche ha estado caracterizada históricamente por diversos problemas, uno de ellos y quizás el más presente es el “conflicto”: la ocupación y el reduccionismo de sus tierras por consecuencia de la expansión del Estado, la existencia de un discurso anti-indigenista empleado por parte de la sociedad chilena, compras fraudulentas de sus tierras, y la concreción de políticas para asimilar su cultura, entre otros.

Estos elementos fueron acompañados por la proyección de una imagen negativa del indígena, que comenzó a articularse desde el siglo XIX y que se podría dividir en dos grandes relatos. El primero consistió en fomentar que el indígena era un “bárbaro incivilizado” —idea utilizada para justificar la usurpación de sus tierras y la riqueza de sus Ülmen Longko—. El segundo, que era un sujeto en transición hacia la civilización, detrás de cuya concepción se escondía una visión paternalista y más o menos mesiánica, al pensarlos como sujetos a los cuales había que salvar. Se creía que así el indígena terminaría asimilado con el resto de la sociedad chilena y lograría “civilizarse”. Esta última generó una relación fundada en el asistencialismo.

Esta imagen, que tanto indígenas como no indígenas se formaron entre sí, acompañada por la disposición del Estado en alterar radicalmente su forma de vida a través de la fuerza, condicionaron al Mapuche a una posición de pobreza y vulnerabilidad que se ha mantenido presente en la sociedad actual. —Gonzalo Vial señala en el segundo tomo de su libro Chile: Cinco Siglos de Historia, sobre las fracturas sociales que seguían pendientes en el Chile post transición. Una de ellas era con la sociedad Mapuche, que se reflejaba en las migraciones masivas de indígenas hacia los centros urbanos, sobre todo en la capital del país, por consecuencia de la precariedad en las zonas que habitaban—. Lo mismo sucede con los prejuicios respecto al indígena que todavía se repiten en el Chile de hoy —les llaman flojos, borrachos, conflictivos e incluso “privilegiados”, lo que demuestra un gran desconocimiento de nuestra historia y su cultura—.

Estos sucesos, que se plantean de forma muy reducida, son fundamentales para entender parte del conflicto sobre el que se sitúan las comisiones presidenciales que se han elaborado desde el retorno de nuestra democracia. Lo mismo para la Comisión sobre la Paz y el Entendimiento, que se instaló hace menos de un mes y que tiene desafíos no menores tras su conformación —sobre todo si pretende trascender más allá del gobierno que la originó—.

El primero de estos desafíos, y quizás el más importante, es la necesidad de incorporar en la comisión a líderes indígenas con arraigo en el territorio y autoridades ancestrales. Todo tipo de sociedad funciona con protocolos, y el no respetarlos puede condicionar el éxito o fracaso de este proceso, por “nobles” que sean las intenciones. Así pues, para que la comisión funcione, debe empeñarse en abandonar aquella visión paternalista frente al indígena que se ha reproducido por años y promover su participación en la toma decisiones. En esta línea, la Corporación Araucana, liderada por diversos indígenas como Venancio Coñuepan Huenchual —primer indígena en ejercer el cargo de ministro en nuestro país—, fue un gran ejemplo de representación política que la historia reciente incansablemente parece ignorar, o bien, desconocer.

Un segundo desafío, y que ha sido planteado por distintas organizaciones Mapuche, radica en la necesidad de que la comisión elabore una metodología para abordar aquellos ejes temáticos que los afectan: tierras, derechos políticos, desarrollo económico, cultura y educación.

En definitiva, esta comisión debe partir con una visión que realmente comprenda su pasado, y para ello el requisito mínimo es que, por esta vez, exista verdadera participación efectiva de indígenas que estén por fuera del Estado. Sin estas consideraciones —que no son mías—, cualquier intento por abordar el conflicto, por más justo que sea, puede ser en vano, e incluso terminar por profundizarlo.

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