Por Javiera Bellolio
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El 78° aniversario del lanzamiento de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki por parte de Estados Unidos coincidió, por estos días, con el exitoso estreno de la película Oppenheimer, de Christopher Nolan. Esta narra el desarrollo de la tecnología nuclear realizado por el “padre de la bomba atómica” y los sucesos posteriores, en los que el científico constató la tragedia de su invento, que dio muerte a 200 mil civiles japoneses. La obra del cineasta británico-estadounidense nos invita a reflexionar sobre el aporte de la ciencia al progreso y los dilemas éticos que esto genera.

En un mundo deslumbrado por los logros científicos y tecnológicos, la pregunta por la dimensión ética de la ciencia genera profundos desacuerdos. Que la ciencia sea neutral implica que las investigaciones, descubrimientos y avances tecnológicos no tienen una carga moral o ética inherente. Según esta postura, los científicos debieran centrarse únicamente en desarrollar u obtener un conocimiento específico, sin considerar sus implicaciones éticas posteriores. Pero, ¿es posible esa neutralidad? Desde mucho antes de la invención de la bomba atómica hasta las actuales inquietudes acerca de la inteligencia artificial, es innegable señalar que la ciencia transmite una visión de mundo que tiene valores y objetivos determinados. El impacto concreto en la vida de tantas personas obliga a cuestionarnos no solo la viabilidad de la neutralidad científica, sino también a examinar con especial cautela la manera en que prevemos y nos enfrentamos a sus efectos no conocidos o inesperados.

Mientras algunos sostienen que los científicos no debieran preocuparse por las consecuencias futuras del uso de sus descubrimientos, otros, en cambio, opinan que sí hay responsabilidad; que los científicos deben anticiparse a las consecuencias, sobre todo si los daños son previsibles. Por ejemplo, la investigación sobre la física cuántica y la capacidad de liberar energía mediante la fusión y fisión de átomos bien podría usarse para fines tan nobles como fuentes de generación de energía; sin embargo, también puede tener consecuencias del signo opuesto, como exterminar una población o destruir el planeta. En el caso de Oppenheimer, es clara la tensión entre el deber del científico contratado para una tarea específica y la ética de los resultados previsibles de su descubrimiento.

La aparente neutralidad de la ciencia se desvanece cuando se confronta con la realidad. Y es que el progreso científico mismo tiene una naturaleza ambivalente. Por un lado, el avance tecnológico sin duda ha permitido mejorar nuestras vidas en muchos ámbitos: ha aumentado nuestra productividad y nuestro confort, ha aumentado nuestra esperanza de vida, ha dado soluciones complejas a situaciones que antes causaban la muerte, etc., pero, por otro lado, nos muestra una contracara menos amable: esa misma ciencia nos permite afectar el medioambiente, manipular el cuerpo humano hasta límites antes impensados y deshumanizar muchos procesos significativos de nuestras vidas.

El componente ético en el modo en que nos servimos de esa ciencia se ha puesto en evidencia en las contradicciones que experimenta Robert Oppenheimer, quien pasó de ser pionero en el uso de ciertas tecnologías a ser profundamente crítico de su propia creación.

Una de las aristas de estos debates entre ciencia y ética se expresa en aquellos que consideran que la bondad o maldad de una acción no reside en el acto mismo, sino en sus consecuencias. Es el criterio de “el fin justifica los medios” empleado al lanzar bombas sobre Hiroshima y Nagasaki. Como argumentó en ese entonces el Presidente Truman: “La usamos para acortar la agonía de la guerra, para salvar las vidas de miles y miles de jóvenes estadounidenses”. El consecuencialismo, sin embargo, despierta múltiples preguntas. ¿Es posible evaluar un acto solo por aquello que produce, o hay algo intrínseco a ellos que también hay que evaluar? ¿Podemos, siquiera, conocer todas las consecuencias de nuestros actos? Es decir, pareciera que el fin no justifica los medios.

Lamentablemente, esta postura utilitarista, que considera a los seres humanos como meros instrumentos para lograr deseos ajenos o el “bien mayor” en la sociedad, no ha perdido terreno en la actualidad. En el ámbito médico, por ejemplo, la controversia emerge en la investigación con células madre embrionarias. La pregunta sobre si el embrión es un ser humano en desarrollo o simplemente un conjunto de células refleja la lucha entre el utilitarismo y aquel enfoque antropológico que considera al embrión como ser humano en otra etapa de desarrollo, pero merecedor del mismo trato que un adulto. Un utilitarista justificaría una investigación que conlleva la eliminación de enfermedades degenerativas a través de la destrucción de embriones, mientras que, por el contrario, si consideramos a los embriones como poseedores de un estatus digno de ser cuidado, su destrucción siempre será injusta, por más que prometa curar enfermedades. Con décadas de distancia, parece ser más fácil evaluar los aspectos morales involucrados en las bombas atómicas en vez de aquellos que nos presenta la ciencia contemporánea.

El legado de Oppenheimer nos recuerda que el progreso científico es una herramienta de doble filo. Su frase: “Soy la muerte, el destructor de mundos”, se ha convertido en un símbolo de los dilemas éticos relacionados con el poder de manipular incluso nuestra constitución genética, llegando a amenazar la continuidad de la totalidad de la vida. Ante estas nuevas posibilidades de la técnica se abren también nuevas responsabilidades. No podemos detener el avance del conocimiento, pero sí podemos tomar medidas para mitigar sus riesgos inherentes. A fin de cuentas, la ciencia y la técnica que se vuelven contra el hombre, contradicen aquello que debiera servirles de fundamento.

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