Por Jaime Tagle
Pexels - Xabi Oregi

Algunos círculos de derechas han introducido una disputa bastante complicada, porque los términos de la cuestión son imprecisos y es muy fácil caer en la trampa de este falso dilema, así como en otras dificultades propias de una terminología equívoca. Nos referimos a la idea del “globalismo” en contraposición al “soberanismo”. Demás está decir que esta no es una discusión originalmente chilena, y que parte importante de los puntos en este debate tienen un origen internacional, donde autores y activistas han reivindicado la soberanía nacional en oposición a lo que entienden como pretensiones intervencionistas de organizaciones aspirantes a gobiernos mundiales.

Por supuesto que la inclinación natural de cualquier persona que se identifica con la derecha es hacia el “soberanismo”. La idea de un gobierno mundial o una entidad supra-Estado que aniquila las identidades nacionales repugna a las intuiciones básicas de una persona que tiene el amor a la patria en el corazón de su doctrina política. Y hay autores de gran prestigio como Roger Scruton que han desarrollado argumentos fundamentales para reivindicar el gobierno nacional contra los organismos políticos internacionales como la Unión Europea. De especial relevancia son la falta de responsabilidad política ante la ciudadanía de quienes dirigen estos organismos, así como la vulneración del principio de subsidiariedad. En este sentido, un Estado global tiende a imponerse por sobre las autoridades legítimamente electas o designadas de una comunidad política y el control sobre sus actos es muy escueto. Además, arrebatan espacios de competencia propios de la comunidad nacional, forzando soluciones equivocadas a problemas que son experimentados por los propios ciudadanos antes que por burócratas extranjeros.

Si acaso eso es lo que significa “globalismo” -concepto discutible- por supuesto que no es deseable. Ni siquiera en un concepto más tradicional del orden político es admisible que una unidad política de vocación universal -imperios medievales- extinga los poderes locales y las unidades que la conforman. Pero la oposición al “globalismo” ¿es equivalente a un “soberanismo”? El primer punto que corresponde hacer es que nuevamente estamos ante una etiqueta confusa o que induce a error. Un “globalista” aspira a que un gobierno mundial tenga la soberanía sobre toda la humanidad, mientras que el “soberanista” pretende que el Estado nación conserve ese poder. En el hipotético caso de que se constituyera el gran Estado dominador de todo el orbe, el “soberanista” estaría del lado del poder global y el defensor de las identidades nacionales o particulares sería un “autonomista” o “separatista”. Por supuesto que dicha dificultad afecta a casi todas las categorías políticas, como ser conservador o ser progresista en un determinado momento, pero al menos hay décadas de despliegue de esas fuerzas que justifican su uso.

Un segundo punto a considerar es que la idea misma de soberanía es compleja desde una visión de derechas. Por supuesto que tiene siglos de recepción y adaptación, pero no se puede olvidar que la idea de un poder “absoluto y perpetuo” humano, como decía Bodin, es a lo menos problemática para alguien que afirma la intrínseca limitación de la potestad política en los principios de la ley natural. La idea de soberanía facilitó la aniquilación de libertades concretas en el auge de la modernidad política y fue el principal sustento del absolutismo en el siglo XVIII. Más tarde adoptó el sentido más usual de hoy referido a la independencia política y la no-intromisión de poderes extranjeros en el propio Estado y se volvió parte del arsenal doctrinario de distintas agrupaciones. Por lo mismo, se dejó de entender en el sentido original como algo absoluto e ilimitado. Luego incluso vino el quiebre entre la idea de soberanía nacional y la popular, de si acaso el soberano pertenecía a la nación o al pueblo, siendo la primera más cercana al mundo de la derecha -aunque no tenga un origen tradicional-.

Lo que se señala anteriormente no es meramente anecdótico. En la discusión de la constitución de 1980, en la Comisión Ortúzar fue el propio Jaime Guzmán quien advirtió que el concepto de soberanía tenía una carga ideológica determinada por el constitucionalismo moderno, pero estaba dispuesto a concederlo, siempre y cuando se hiciera lo mismo con la idea de “bien común” que viene de la tradición clásica y cristiana. Lo mismo cabe decir en la distinción entre la soberanía nacional y popular, donde el creador del gremialismo se inclina por la primera, en el entendido que el poder político supremo tiene como límite “la tradición o esencia del alma nacional” y que, por lo tanto, no se podía reducir a la mera expresión en elecciones del pueblo, ya que debe prevalecer “el sufragio universal de todos los siglos”, la tradición por sobre el “soberano”. Esto nos permite mostrar que el “soberanismo” pareciera ser una cuestión debatible y que ha tenido incidencia real en las definiciones políticas del país y de las derechas en concreto.

Por lo mismo, es necesario tener estas prevenciones cuando hablamos del “soberanismo” como una categoría ideológica. En algunos debates actuales también tiene consecuencias. Por ejemplo, se ha leído en varios sectores que sería incorrecto limitar la soberanía en virtud de los tratados internacionales de DD.HH. suscritos por Chile. Sin dudas es otro tema espinoso, pues el tratamiento de los DD.HH. como dogma puede resultar perjudicial para los propios derechos fundamentales. De todos modos, la pregunta de fondo es si es válido y de justicia establecer límites al poder del Estado y fijarlos en la Constitución. La respuesta para alguien de derechas es positiva, evidentemente.

La soberanía en su sentido estricto es contradictoria con el credo elemental de una derecha conservadora, republicana o similar. Por eso debe estar sometida a estrictos límites, como lo son los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana o a la finalidad propia del poder político que es el bien común. La idea de un poder terrenal absoluto repugna a la justicia y a la recta ordenación de la comunidad política, y es el sustento de las tiranías de distintos colores. Por lo mismo, también hay que tener mucho cuidado con aquellos que desde la vereda derecha han asumido esta categoría incluso en su faz “popular”: un total poder para el pueblo de definir la vida política, en principio evitando la “usurpación” del mismo por parte de las autoridades representativas, pero terminando en una oda al asambleísmo. El “pueblo” tampoco es un soberano todopoderoso capaz de refundar la patria, pues ese don nos es dado para custodiarlo y no para someterlo a la voluntad arbitraria del momento.

La defensa de la independencia nacional y la oposición a la injerencia extranjera en asuntos que competen solo a los ciudadanos chilenos, por supuesto que es un fin noble y necesario para proteger nuestra libertad como país. Pero no se puede confundir con una idolatría de ciertos conceptos que pueden llevar a grandes errores. La soberanía nacional es un bien, pero nunca entendida como un absoluto. Las autoridades se deben a los ciudadanos, pero el pueblo no tiene la potestad para acabar con la comunidad política y reconstruirla de cero. Si lo entendemos de un modo distinto, caemos en las trampas estatistas, demagógicas y totalitarias.

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