Por Jaime Tagle
Agencia UNO

Las sociedades humanas son el producto siempre inacabado de decisiones de miles de hombres y mujeres imperfectos que día a día van forjando el destino de su propia existencia, así como el de sus familias, proyectos y de la comunidad política. Nuestras elecciones cotidianas no siempre afectan al futuro del país, del mismo modo que en más de una ocasión nuestra existencia no está ni cerca de ser tocada por el curso histórico de la nación y su gobierno. Sin embargo, la persona humana no puede separarse de su politicidad sin convertirse en bestia o en ángel siguiendo a Aristóteles y el Aquinate, por lo que nunca está de más formar un criterio cívico que nos permita reconocer lo que es conveniente e inconveniente para la patria.

Lamentablemente, el clima electoral permanente obliga a enfocar los mensajes y transmitir ideas de forma parcelada. Por lo mismo, no tenemos ninguna duda de que pase lo que pase el domingo, los dramas de Chile seguirán ahí. Aun considerando que la propuesta constitucional es mejor o que lo más conveniente es cerrar la discusión, no hay que olvidar que las constituciones no son varitas mágicas. Y es que la crisis chilena supera ampliamente el campo de lo normativo e institucional, pues es ante todo espiritual y cultural. Y es ahí donde el criterio permite que, sin importar si uno vota a favor o en contra, nos encontremos poniendo en el centro el bien de Chile, el amor a la Patria.

La idea del amor a la Patria no es pura retórica o un eslogan vacío. Tampoco es un mandato genérico o sensiblería nacionalista. Es un precepto de justicia natural. En todas las culturas, y en Occidente, especialmente, se entiende que existen obligaciones hacia aquellos a quienes nos han dado la vida. De conocimiento público es el cuarto mandamiento que dice honrarás a tu padre y a tu madre. Y ese amor filial a nuestros progenitores se extiende a la comunidad en que nacemos y crecemos, parafraseando a Burke, aquella unión de los que viven, los que ya no están y los que están por venir: la Patria.

Tal y como se dijo, esto no es nada abstracto o emocional, supone un modo de obrar que se pone al servicio del país, que Ramiro de Maeztu sintetizaba en la siguiente fórmula: “Vivamos, pues, para la gloria e inmortalidad de la patria. No será inmortal si no la hacemos justa y buena”. Amar a la Patria es hacerla justa y buena. Por tanto, el precepto moral nos obliga a volver la mirada a los principios generales que informan un recto orden social. La bondad y la justicia de los pueblos se mide en virtud de su conformidad con esos principios, en que la comunidad nacional de cada uno de sus miembros lo que es suyo, y lo más propio de cada integrante de la nación es su dignidad esencial como ser humano. Un país justo es aquel que trata a las personas según esa dignidad y pone en su centro su desarrollo integral. Al servir a Chile nos ponemos al servicio de ese ideal.

Como se dijo, la crisis chilena es más profunda de lo que aparenta. Hay urgencias sociales gravísimas que duelen en todo el territorio: el desempleo, la pobreza, la inflación, las listas de espera en salud, el ausentismo escolar y crisis de la educación, narcotráfico y criminalidad desatada. Hay una clara decadencia de las instituciones públicas: falta de confianza, corrupción e ineficiencia. Todas las señales de la crisis las sentimos de cerca y son reconocibles. No hay que ser catastrofista para darse cuenta de que algo anda mal en nuestro país. Pero bajo los signos visibles hay desgracias discretas que alimentan estos pesares.

La unidad familiar está debilitada y la vida comunitaria está en el suelo, no existen autoridades reconocidas ni valoradas a nivel social ni político, tampoco existen referentes espirituales y el descrédito de lo religioso -del catolicismo en particular que está en la génesis de la chilenidad- aumenta cada día, especialmente en las nuevas generaciones. Es decir, aun cuando se lograran reparar los males materiales
que tiene Chile, todo indica que la unidad nacional seguirá expuesta a nuevos golpes por la falta de un terreno común capaz de dar sentido a aquellos que nos identificamos como chilenos.

De más está decir que no es un fenómeno exclusivo de Chile. La descomposición espiritual es algo que recorre todo Occidente y sus consecuencias exigen un tratamiento de largo plazo. Precisamente esa es la razón por la que tenemos claro que la Constitución no es “la” solución. Y no existe legislación, política pública o símbolo político que por sí solo vaya a permitir la recuperación de nuestro país sin una previa regeneración moral. Porque del mismo modo que los socialismos fracasaron, las democracias capitalistas sin valores degeneraron en otras formas injustas.

No es ninguna novedad. Desde Cicerón sabemos que la moralidad tradicional es el fundamento de una auténtica república. Y por supuesto, en nuestra época los llamados a una reorientación de nuestros conceptos éticos no ha sido aislada. Benedicto XVI el 2007 dijo “Las estructuras justas son, como he dicho, una condición indispensable para una sociedad justa, pero no nacen ni funcionan sin un
consenso moral de la sociedad sobre los valores fundamentales y sobre la necesidad de vivir estos valores con las necesarias renuncias”. En consecuencia, hoy más que nunca hay que recordar que el servicio a Chile es algo muy concreto, salvar su alma. Un país sin alma puede tener avances circunstanciales, pero tarde o temprano vuelve a sucumbir en la discordia o deambular sin sentido.

Por eso debemos tener a Chile presente. Obrar siempre a favor de Chile. Porque el pilar de nuestros juicios políticos debe ser aquello que haga a nuestro país uno más justo y más bueno, uno que logre sanar sus heridas, reencontrarse con su identidad para recuperar el camino del bien común, que es el bien de todos los chilenos. Como decía Jaime Guzmán, después de Dios, nos debemos a Chile.

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