Por Jaime Tagle
Agencia Uno

El debate público ha estado marcado por el renacer de un concepto que en la revolución de octubre parecía haber descartado: los acuerdos. En el plano constitucional se ha celebrado con optimismo el anteproyecto de los expertos, que tanto en las formas como en el contenido se distancia del espíritu refundacional del octubrismo y refleja cierto ánimo de los participantes en lograr un texto de unidad donde todos puedan ceder en alguna materia.

El propio Gobierno, liderado por los ya viejos dirigentes que despreciaron hasta el final la época de los acuerdos, ahora busca “pactos” para salvar parte de su programa, como en materia tributaria y previsional. Así como para enfrentar la crisis de corrupción desatada con ocasión del llamado Caso Convenios.

Tras este retorno de la política de los acuerdos, pareciera descubrirse la razonable aspiración de “cerrar” las cuestiones políticas que más incertidumbre han generado en nuestro país, especialmente la discordia constitucional, evitando la locura octubrista. Por eso, el anteproyecto de los expertos causa tanto agrado por parte de las fuerzas políticas: no refunda Chile, pero no repite los “cerrojos” dogmáticos de la Constitución vigente, adquiriendo supuestamente el rango de “habilitante” de la deliberación democrática.

Sin embargo, algo más importante que los acuerdos, y que es anterior a cualquier modo de resolver pacíficamente las diferencias políticas concretas, se refiere a los consensos de base de nuestra convivencia cívica. En términos del historiador Gonzalo Vial, un consenso es “el acuerdo tácito entre las grandes mayorías sobre las materias básicas de la sociedad”. Este se compone de tres elementos: político-social, económico y moral, social. Siguiendo la idea postulada por Vial, los países entran en crisis cuando los consensos se quiebran, y se quiebran en la medida en que no son capaces de responder a las necesidades actuales de la nación.

Por eso es necesario tener claridad de qué consenso se forjará a partir del proceso constitucional, no solo el contenido del texto. En lo que sigue, parece necesario ocuparse de desentrañar algunos aspectos olvidados en la reflexión política y constitucional que se pueden retomar con la idea de los consensos y que desde una perspectiva conservadora puede ser fructífera.

Pretender llegar a una solución política a través de una “constitución habilitante” donde nadie quede contento y las mayorías democráticas circunstanciales vayan definiendo el curso del país es insuficiente para formar un consenso nacional. Por supuesto, no cabe duda que la democracia es el régimen de gobierno propio de la tradición chilena y como tal ha sido indispensable en los distintos consensos que se forjaron en la historia patria.

Pero aun siendo fundamental, su mayor perfeccionamiento formal no es suficiente y alimentado del positivismo tan extendido en nuestra mentalidad jurídica, puede ser fatal. El período comprendido entre 1925 y 1973 es fiel reflejo de esa tendencia autodestructiva del sistema democrático, cuando se encuentra vacío de un sustento ético -junto con otras circunstancias que precipitaron su estrepitoso quiebre-.

Así, no basta una constitución habilitante, que es lo mismo que confiar ciegamente en el sistema democrático. Volviendo a Vial, “El rayado de la cancha, el consenso, no puede ser solo formal -el consenso de los mecanismos democráticos-, sino que también debe ser sustantivo, un consenso sobre algunos aspectos de fondo de la vida social, que son intocables, cualquiera que sea la correlación mayoría-minoría”. Necesitamos un punto de partida y un espacio que sea ajeno al mayor grado de popularidad de una u otra fuerza política.

El consenso que estamos tratando de reconstruir necesita principios que se funden en lo verdadero, bueno y bello para el ser humano y la comunidad política, así como en custodiar ciertos bienes inviolables para cada persona, las familias y la nación. Y a partir de esos principios y bienes fundamentales se puede dotar de un piso común a la deliberación democrática; y este consenso podrá ir adaptándose a las distintas exigencias que imponga la realidad social y política.

Esos principios y bienes fundamentales no son meras abstracciones o deseos utópicos. El reconocimiento de estos gira en torno a las dos realidades fundamentales del pensamiento político que ya mencionamos: la persona y la nación. En la comprensión de la persona como ser creado con dignidad y trascendencia espiritual descubrimos la necesidad de proteger las libertades donde se despliega lo propiamente humano: la libertad para vivir la Fe, para educar a los hijos, para expresar ideas y crear cultura, para reunirse y asociarse con los semejantes en distintas iniciativas, etc.

Esa dignidad humana también nos revela la urgencia de la justicia, tanto la recta ordenación de las relaciones sociales, como en la atención preferencial que es debida a aquellos que se encuentran en cierta desventaja para alcanzar su desarrollo integral. De ahí que es fundamental que el Estado como cabeza de la comunidad política cumpla su papel como agente activo en la búsqueda del bien común, algo propio de la tradición chilena, según Mario Góngora. Esa misión del poder político solo opera adecuadamente, haciendo valer el espacio que le corresponde a las personas y sus agrupaciones, siendo, por tanto, la pretensión de absorber la energía del tejido social por parte del Estado violenta y contraria al bien común.

Y los principios y bienes fundamentales que se refieren a la nación, esencialmente vinculados a los de la persona que se mencionaron, son aquellos que nos unen como país, ese pacto intergeneracional de los muertos, los vivos y los que están por nacer. Es nuestra historia, nuestros símbolos, nuestra cultura y nuestras costumbres. También es la necesidad imperiosa de recuperar ciertas autoridades sociales ancladas al ser nacional: la figura del Presidente de la República, las Fuerzas Armadas, la Iglesia, las Universidades, etc. Sin esos referentes, la nación no tiene el vigor suficiente para edificar un consenso estable.

Eso no significa que esos principios deban quedar descritos y sancionados exhaustivamente en el texto constitucional, pues la responsabilidad primaria de hacerlos valer y así como también de introducirlos en el consenso que está por desarrollarse es de quienes reconocemos su necesidad y urgencia. Y eso es importante: la constitución es una fuente del consenso nacional, pero no es el consenso en su totalidad. Por eso, aun cuando hay que evitar ciertas tentaciones minimalistas, tanto como la de la constitución habilitante, también se debe terminar con la confianza desmedida en la constitucionalización de los “valores”, pues el consenso no se agota ahí.

Necesitamos reconstruir el consenso nacional, y la tentación de la salida fácil de la neutralidad debe ser evitada a toda costa. Un consenso sin principios no es tal, y lleva en su interior el germen de su propia destrucción. Los principios no son definiciones completas o acabadas de lo que debe ser la convivencia política, sino que los mínimos sustantivos sin los cuales no llegaremos a lograr ese objetivo, que son precisamente el bien de la persona humana y de la comunidad nacional. No tomarse en serio esa reflexión, especialmente en el mundo que reconoce la existencia de bienes objetivos indispensables para el florecimiento humano, sería una grave abdicación en favor de discursos dañinos y con resultados desastrosos para Chile en su historia.

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