Por Ignacio Aravena

La reciente propuesta de eliminar las contribuciones a la primera vivienda no pasó desapercibida en el mundo político y económico. Expertos de renombre, incluidos exministros, expresidentes del Banco Central y diversos economistas, criticaron la propuesta al tacharla de regresiva por el impacto que tendría en comunas cuyo presupuesto depende de la redistribución del Fondo Común Municipal (FCM).

A pesar de que la discusión es más propia de una política pública, esta debe ir acompañada no solo de evidencia, sino también de la comprensión de las dimensiones de un impuesto territorial y sus canales de operación, transparentándose cómo queremos financiar nuestro desarrollo territorial, algo que en la actualidad impone algunas contradicciones.

Para comprender la lógica del impuesto territorial, primero es relevante destacar dos de sus dimensiones. Por un lado, y como todo gravamen, este busca generar ingresos para financiar el gasto público. Por otro lado, este también tiene como objetivo financiar un conjunto de bienes públicos que no se proveen directamente en el mercado debido a que no son costo eficiente como, por ejemplo, la construcción de veredas y áreas verdes.

Con relación a la primera dimensión, el Servicio de Impuestos Internos (SII) reveló que, en 2022, cerca del 77% de las viviendas estaban exentas debido a que su avalúo fiscal es inferior a los $47,4 millones; en consecuencia, la mayor parte de los pagadores se concentraron en algunas comunas del país, siendo el sector oriente de Santiago con mayor contribución (cerca de un tercio). Ello revela que la lógica del impuesto está más correlacionada con el patrimonio familiar que con su aplicación a lo largo del territorio

Con relación a la segunda componente, es relevante destacar que los fondos recaudados se canalizan a través del Fondo Común Municipal, el cual se distribuye a las municipalidades según criterios de tamaño de la población y niveles de pobreza, entre otros.

A pesar de la loable intención de querer distribuir recursos entre comunas afluentes y de menores recursos, el FCM nuevamente contiene contradicciones sobre la lógica territorial, pues su objetivo finalmente es financiar municipalidades y no necesariamente asegurar el desarrollo urbano, el cual es usualmente financiado a través de fondos concursables vía FNDR y el Programa de Mejoramiento Urbano y Equipamiento Comunal (PMU).

En concreto, la lógica nuevamente queda subyugada a la redistribución y no al territorio en sí pues, de hecho, no existen métricas concretas para medir en qué se gastan precisamente estos fondos.

Cabe destacar que la lógica del impuesto territorial dista de otras iniciativas recientemente implementadas, como la Ley de Aportes al Espacio Público (LAEP), cuyo camino está más alineado con el espíritu territorial de este tipo de políticas. Y es que la LAEP recauda fondos desde proyectos inmobiliarios que densifican una comuna para luego invertir en mitigaciones dentro de esta, lo cual se realiza a través de un banco de proyectos de infraestructura y equipamiento público, garantizando la inversión local en el entorno intervenido.

El punto anterior es relevante, ya que los impuestos al suelo no solo se fundan en la inelasticidad de este mercado —lo que implica un canal de capitalización directo desde la oferta—, sino también en inversiones locales que mejoran directamente una ciudad. Es por ello que, incluso economistas como Friedman, lo consideraban “el menos malo” de los impuestos porque a pesar de gravarse la propiedad ya pagada, el mismo tributo podía incidir en mayor bienestar e, incluso, en capitalizar positivamente los inmuebles gracias a la calidad de su entorno.

Esta no parece ser la situación del país, ya que, según datos del SIEDU, un gran porcentaje de las municipalidades no cumplen con estándares de veredas y áreas verdes.

Esta situación no pasa desapercibida por la ciudadanía; de hecho, en la Encuesta de Calidad de Vida de la Fundación P!ensa, la calidad del equipamiento urbano y de los servicios locales son dos de las dimensiones peor evaluadas.

Ahora bien, las contradicciones anteriores no suponen argumento suficiente para la eliminación de las contribuciones, ya que su peso financiero es innegable. En 2022, su recaudación superó los mil millones de dólares, representando casi el 60% del FCM.

En consecuencia, la eliminación abrupta y sin mecanismos sustitutivos, podría crear un vacío financiero en las arcas municipales de las comunas con menores recursos y peor nivel de competitividad económica. Para ilustrar, la Pintana obtiene más del 75% de sus ingresos vía FCM; sin embargo, ello solo se traduce en cerca de ocho mil pesos por persona para destinar en aseo, luminarias y mantención de áreas verdes, según manifestó la alcaldesa Pizarro en una entrevista.

Junto a lo anterior, no podemos obviar las lógicas económicas de que los recursos son móviles, por lo que la diferencia de un potencial ahorro de las contribuciones también podría traducirse en mayores precios de arriendo. Este cambio es mecánico, pues estos se calculan a través del margen operacional, el cual podría aumentar simplemente por eliminarse un costo fijo, situación que conllevaría efectos opuestos del esperado.

La propuesta de eliminar las contribuciones a la primera vivienda abre un debate necesario. Es importante pensar cómo estamos financiando el desarrollo local de nuestro país, siendo relevante desentrañar su verdadera naturaleza, propósito e impactos.

De mantenerse el gravamen en su forma actual, estamos ante una herramienta que apunta al patrimonio por sobre el territorio, implicando también que algunos grupos de la sociedad paguen en más de una ocasión por su propiedad. No obstante, su simple eliminación también nos impone un problema de financiamiento para diversas comunas del país.

Con todo, es pertinente preguntarnos por la dependencia a un 23% de los hogares para financiar parte fundamental del funcionamiento municipal, pues ello no necesariamente aporta a la competitividad de cada territorio (situación fundamental para sustentar el desarrollo local).

Por último, la discusión debe sostenerse en estimaciones claras y fundadas en la evidencia, pues, incluso de eliminarse este gravamen, no se ha calculado el impacto real del FCM, ya que no toda propiedad y usos están incluidos en la propuesta. Por lo mismo, más que el intento de anular la discusión por motivos de financiamiento o su efecto redistributivo, parece razonable desplazar la conversación a otras instancias y cuestionarnos si el modelo de financiamiento de las municipales fomenta realmente el desarrollo de nuestras ciudades, o si debemos realizar ajustes para lograr objetivos que logren ser palpados por la ciudadanía y que no sean percibidos simplemente como un impuesto al patrimonio.

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