Por Ignacio Aravena
agencia uno

Desde hace algún tiempo, el creciente déficit habitacional nos ha llevado a cuestionar la efectividad de las políticas públicas en esta materia. Como resultado, tanto el Gobierno como algunas municipalidades han buscado desempeñar un papel más activo, incluso llegando a construir proyectos directamente para arrendarlos a “precio justo”; por otro lado, esta situación contrasta con cambios regulatorios que desincentivan la participación del sector privado. En consecuencia, estamos siendo testigos de un cambio en el modelo, del cual no se han discutido adecuadamente los riesgos ni las dificultades asociadas.

Si analizamos detenidamente la lógica del Plan de Emergencia Habitacional (PEH) y la lógica de la legislación reciente, podemos observar un aumento en la participación estatal en detrimento de la privada. Esta última se ha visto afectada no solo por desafíos del mercado y la coyuntura económica, como la inflación y las tasas de financiamiento, sino también por la eliminación de incentivos tributarios que solían hacer atractiva la construcción de viviendas sociales. Este cambio de dinámica incluso modifica la forma en que se distribuyen los subsidios, ya que ahora se dirigen no solo a las personas, sino también a la intervención en territorios (lo que se conoce como placed-based policies). Esto es relevante considerando que la evidencia tiende a señalar más efectos negativos que positivos en relación con este tipo de políticas.

Este cambio es evidente al observar que la legislación ha dado dos señales claras en una dirección diferente al status quo de nuestra política habitacional. Por un lado, la eliminación del Crédito Especial a las Empresas Constructoras (CEEC) desincentiva la inversión privada, ya que reduce la rentabilidad y aumenta el costo de oportunidad en este mercado. Por otro lado, leyes como la Ley de Integración Social fomentan la participación estatal en la adquisición de terrenos y permiten cambios normativos en el uso del suelo para impulsar el desarrollo de viviendas públicas. Esto abre la puerta para que los municipios puedan administrar programas de “arriendo protegido”, especialmente en aquellas comunas donde el déficit habitacional y los precios de las propiedades no están alineados.

En resumen, los incentivos se han movido del sector privado al público. Entonces, antes de avanzar hacia un modelo con mayor participación estatal, es crucial cuestionar los riesgos y las posibles dificultades que podríamos enfrentar en su aplicación. Para ilustrar, estos podrían estar relacionadas con la eficiencia en la gestión de los recursos públicos y su potencial déficit económico, los posibles conflictos de interés en la asignación de beneficios y las externalidades negativas que podrían surgir del modelo.

En primer lugar, el sector público no se caracteriza por su eficiencia en la administración y planificación de recursos, como lo demuestra el icónico caso de la exploración estatal en la provisión de “Gas justo”. Un ejemplo más cercano es el condominio Justicia Social en Recoleta, el que estudiamos junto a dos tesistas de la Universidad de Santiago. En este proyecto, los riesgos de generar un déficit fiscal son altos, ya que los ingresos son similares a los egresos, lo que demuestra su sensibilidad al potencial impago de los inquilinos o al aumento de los costos de mantenimiento. Similarmente, hemos conocido casos en los que municipalidades han intentado adquirir propiedades o terrenos a valores superiores al precio de mercado, lo que nuevamente señala la falta de eficiencia pública en este ámbito. Además, este último punto implica que algunas familias podrían acceder a un terreno con un costo superior al de una vivienda financiada con el mismo instrumento. ¿Sería justo y/o eficiente?

A esto se suma que, dado que las viviendas públicas suelen operar bajo la premisa de “arriendos justos”, es probable que se establezcan reglas para que los cánones de arriendo representen un porcentaje máximo del sueldo. La relación es directa: la disminución de los arriendos no implica una reducción en los gastos. Por lo tanto, el riesgo de déficit aumenta en comunas con bajos ingresos, donde estos proyectos simplemente no son viables desde un punto de vista económico. En resumen, replicar este tipo de proyecto solo sería factible en algunas municipalidades, ya que en otras la acumulación de deudas podría afectar incluso a otros programas.

Entonces, podríamos preguntarnos: ¿qué sucede si escalamos proyectos para hacerlos más eficientes en términos de gastos? La respuesta se encuentra en otras partes del mundo, donde las autoridades de vivienda que controlan alquileres y/o proporcionan viviendas públicas no son capaces de realizar el mantenimiento adecuado, como se ha demostrado en estudios realizados en Nueva York, Boston y Alemania, entre otros. De hecho, como he mencionado en columnas anteriores, esta situación incluso resultó en la pérdida de vidas en Nueva York durante el Huracán Sandy, debido a que la organización respectiva no contaba con los recursos necesarios para reparar a tiempo las propiedades inundadas.

En segundo lugar, un modelo municipal también aumenta el riesgo potencial de conflictos de intereses y/o políticos durante la gestión de proyectos y la asignación de beneficiarios. Para ilustrar, resulta difícil imaginar que un alcalde decida aumentar el costo del arriendo cuando los proyectos no puedan cubrir sus gastos, lo que finalmente conlleva un mayor riesgo de déficit. De manera similar, es poco probable que se desaloje a las familias por falta de pago o porque venza el plazo de subsidio de arriendo, el cual tiene una duración fija para la mayoría de la población. En ambos casos, el costo de las decisiones es evidente y está relacionado con la impopularidad del alcalde, lo cual es especialmente delicado cuando está en juego una posible reelección.

Finalmente, la creación de viviendas públicas genera una serie de externalidades negativas que deben tenerse en cuenta. Por un lado, aunque el uso de suelo para viviendas públicas proporciona un bienestar de facto a las familias beneficiarias, también implica una disminución en el número de unidades disponibles en el mercado, lo que ejerce presiones al alza en los precios de las viviendas que no reciben beneficios estatales. Dado que usualmente el déficit es mayor al número de beneficiarios, hay más perdedores que ganadores y, por lo tanto, el bienestar general se reduce. Por otro lado, la inversión en lugares determinados, en vez de subsidiar directamente a las personas, también concentra la demanda en áreas específicas, lo que a su vez impulsa los aumentos en los precios de arriendo debido a la mejora gradual de los barrios y al aumento de oferta en la zona. Ello también significa que los efectos de redistribución pueden resultar negativos.

En síntesis, estamos presenciando un cambio de modelo que aún no ha sido completamente debatido. Aunque la participación del estado o su colaboración con entidades privadas no es inherentemente mala, es esencial examinar la evidencia para mitigar los impactos y los posibles riesgos de políticas que han demostrado tener resultados limitados en otros lugares. Es imperante tener una discusión y evaluar antes de seguir fomentando este modelo; de lo contrario, el antídoto podría ser tan malo como la enfermedad.

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