Por Fernando Vergara H.
Agencia UNO

A 50 años del golpe de Estado en 1973 y la entrada de la dictadura de Pinochet, la memoria ha estado expuesta a la tensión de la oficialidad, de la verdad, de la objetividad, de la reparación y de la no repetición, pero también expuesta a la negación, a la mentira, a la justificación y a la ignorancia. Pero también nuevamente la democracia ha estado tensionada por la polarización entorno a los derechos humanos, a su protección y su inviolabilidad.

El presidente Boric ha insistido en que esta conmemoración es un espacio para la reflexión personal, pero también una reflexión social: “Es algo que ensombrece a la historia patria, es algo triste, y que ojalá todos fuéramos capaces de decir ‘no queremos que vuelva a suceder’, y que los problemas de la democracia se tienen que solucionar con más democracia, y no con menos”. Por su parte, el expresidente Frei, ha manifestado: “No sigamos discutiendo los 50 años, van a pasar 100, 200 años y no habrá una verdad oficial”, clausurando cualquier intento por entender las causas y consecuencias del golpe, pues lo que se necesita y anhela es comprender aquello fundamental de recordar: que la dictadura no solo representó un quiebre institucional y un desvío en el camino hacia la democracia, sino también un quiebre antropológico, sociocultural, racional y relacional que ha causado una fractura en nuestra sociedad, impidiendo la construcción de una comunidad con proyectos colectivos que hagan converger los anhelos individuales en un proyecto mayor. La dictadura no solo rompió a la política, sino que nos enfrentó al hacernos entrar en una guerrilla ajena, militarizando nuestras relaciones sociales, impidiendo una versión oficial a pesar de la contundencia documental y testimonial sobre lo ocurrido. Pero no obstante, la verdad es el quiebre relacional, la pérdida de reconocimiento de lo humano en el prójimo, el respeto por la diferencia, la entrada de la irracionalidad como criterio de justificación, la sospecha virulenta del otro que susurra traición. Por su parte, la Conferencia Episcopal de Chile enfatiza que el respeto a la dignidad de la persona humana y la protección de sus derechos son fundamentales para la convivencia social. Rechazan la violencia como solución a los conflictos y hacen un llamado a la solidaridad con las víctimas. Abogan por cuidar y perfeccionar la democracia, fomentando el diálogo y el acuerdo para construir un proyecto común de país. La reconciliación es vista como una tarea urgente y se destaca el valor del amor como pilar para una sociedad justa y solidaria.

La dictadura significó la pérdida de la capacidad del reconocimiento y la entrada del prejuicio; significó la huida de la solidaridad por el advenimiento del mercado; fue un cambio de lógicas políticas que desplazaron los proyectos universales de sociedad por proyectos elitistas de comunas; el debilitamiento cultural; la segregación territorial y educacional; la radicalización del individualismo. La dictadura no fue la solución a nada; fue la respuesta violenta y criminal que profundizó las grietas culturales de la pobreza, la vulnerabilidad y la desigualdad; utilizó bajo la égida del terror, las necesidades de seguridad patronal por sobre las de comunidad, manipuló el saber para instalar una elitista ideología económica para algunos pocos, feudalizando al pueblo y socavando las bases de unidad del tejido social. La dictadura significó la instalación de claves éticas individualistas de salvataje particular, junto con una naturalización de la indiferencia y rechazo por la igualdad de derechos.

No podemos ni debemos olvidar que el quiebre a la democracia no solo significó un quiebre a la institucionalidad, a un modelo o paradigma político, sino que significó un quiebre antropológico, sociocultural, racional y relacional que ha significado una fractura en nuestra sociedad impidiendo la construcción de una comunidad con proyectos colectivos que hagan converger los anhelos individuales en un proyecto mayor. Por ello es fundamental la memoria para mantener viva la historia y trabajar hacia una sociedad más inclusiva, solidaria y comprometida con los valores democráticos y los derechos humanos. Solo a través del reconocimiento de la dignidad inalienable de toda persona y el diálogo honesto sobre nuestra historia, podremos avanzar hacia un futuro más justo y equitativo para todos y todas y así construir nuestra verdad.

Traigamos las sabias palabras pastorales del Cardenal Silva Henríquez en la Homilía en el Te Deum del 18 de septiembre de 1974, palabras con una actualidad sorprendente de una imperativa claridad, “nuestra más urgente tarea: reencontrar el consenso, más que eso, consolidar la comunión en aquellos valores espirituales que crearon la Patria en su origen [a saber, primero] el primado de la libertad sobre todas las formas de opresión [pues] toda normatividad jurídica y estructuración institucional, toda política económica y social y todo sistema educacional deben tender a asegurar, a cada chileno, el ejercicio de su libertad y el respeto a su persona como un ser inviolable [segundo] el primado del orden jurídico sobre todas las formas de anarquía y arbitrariedad [tercero] el primado de la fe sobre todas las formas de idolatría”. El Cardenal apela a que el alma de Chile es una alma fraterna, pacífica y libre. La esencia del alma de Chile es la libertad y el rostro espiritual de Chile es la soberanía de Dios y la inviolabilidad del Hombre; su práctica es la solidaridad y el cuidado de toda persona humana.

A 50 años del golpe, debe imponerse con la fuerza del diálogo democrático que el olvido traiciona las bases relacionales de nuestra sociedad y que la memoria evita que la irracionalidad avance, pues atesora las lecciones de una humanización para todos y todas.

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