Columna de Esteban Montaner: Legitimidad y terrorismo

Por Esteban Montaner

13.05.2024 / 12:49

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"¿En qué pie queda el Estado si quienes lo dirigen se niegan ellos mismos a legitimar el uso de la fuerza contra el terrorismo?", cuestiona el investigador de la Dirección de Contenidos del Instituto Res Publica.


En una conferencia de 1919, en Múnich, Max Weber decía que el “Estado es aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio, reclama para sí el monopolio de la violencia física legítima”. Este concepto contiene tres elementos constitutivos de la idea de Estado moderno: grupo humano, territorio definido, monopolio de la fuerza. Esta última idea, la del uso legítimo de la fuerza, es probablemente la característica central, sin la cual se desnaturaliza su razón de ser. Si esta condición no se presenta, ¿podemos seguir hablando de la existencia de un Estado?

Que el Estado detente el monopolio de la violencia física legítima es una de las razones que excluye, de forma justificada, el ejercicio de autotutela o la creación de cuerpos de defensa privada. Los ciudadanos cedemos parte de ese poder, pues confiamos en que el Estado nos defienda. Pero ese inmenso poder del cual dispone el Estado ha de tener un correlato en la realidad. No puede ser pura teoría. Cada persona debe sentir en su día a día que esa fuerza se utiliza en su protección y en la salvaguarda de su persona y derechos. En definitiva, que percibamos que nuestro país es seguro y que podemos vivir en paz.

Algunas condiciones necesarias para que esto se materialice en la vida diaria es que quienes cometen crímenes paguen con penas efectivas, que los delitos disminuyan y que no exista una sensación generalizada de impunidad. Pero dichas condiciones encuentran en Chile a un poderoso enemigo: el terrorismo.

El brutal crimen contra tres carabineros en la zona de Cañete y los eventos que han ocurrido con posterioridad mostraron un Estado desnudo, débil e impotente contra el terrorismo en la Macrozona Sur del país. Asistimos todos al triste espectáculo de cómo la violencia la ejercen otros, de cómo nuestras fuerzas de orden y seguridad, tan vapuleadas por quienes hoy gobiernan, fueron cobardemente asesinadas.

¿En qué pie queda el Estado si quienes lo dirigen se niegan ellos mismos a legitimar el uso de la fuerza contra el terrorismo? ¿Cómo puede la ciudadanía confiar que esta situación cambiará si la narrativa de las autoridades se queda solo en eso, en narrativas? Todo cuanto hemos presenciado no pasa de ser una puesta en escena para que no se diga que la política no se está haciendo cargo de la situación. Pero del teatro a la real convicción por solucionar un problema hay un largo trecho.

La lucha contra el terrorismo requiere que el Estado y sus expresiones concretas –policías y Fuerzas Armadas– puedan actuar sin complejo, con pleno respaldo político y con garantías suficientes de que el uso de la fuerza necesario no tendrá consecuencias para ellos, mientras los terroristas se mantienen en la impunidad. Ello exige un consenso mayoritario a todo nivel de la forma correcta en que enfrentamos este problema.

No somos el primer ni el último país con problemas de terrorismo interno. Lo tuvo Irlanda con el IRA o España con ETA. De ambas experiencias podemos sacar algunas lecciones que nos permitan fortalecer la legitimidad con la que el Estado debe actuar. Primero, es primordial lograr un consenso sobre el problema. Si seguimos afanados en la discusión de si esto es o no es terrorismo, si son o no delitos comunes, si son o no luchadores sociales, el problema persistirá. Solo con unidad en la visión y objetivos comunes, prevaleceremos.

Como segunda lección, parece prudente separar el grano de la paja. Una cosa son ciertas reivindicaciones históricas que pueda tener un grupo humano determinado u organizaciones en el seno de estos grupos. Esto vale para el pueblo mapuche como para el pueblo vasco. La presencia de elementos multiculturales y de rencillas de antiguo cuño no resueltas, siempre traerán aparejados conflictos y temas a resolver en el seno de una sociedad democrática. Sin embargo, otra cosa muy distinta son los medios que se usan en la consecución de esas reivindicaciones, así como también las ideas de fondo que subyacen a estas. Pues no es lo mismo el activismo a favor de mayor consideración o valoración de la cultura de un pueblo y sus tradiciones, a la lógica de enemigos y odio tras la dinámica terrorista. A problemas distintos, respuestas distintas.

Tercero, el Estado debe estar en condiciones de usar la fuerza sin ambages y con decisión y los responsables de nuestra seguridad dispuestos a ejercer el poder sin cálculo político y sin miedo al qué dirán. Sin duda este punto es el más complejo, pero sin liderazgos valientes y responsables no será posible ponerle coto al terrorismo que campea a sus anchas en el sur del país.

No hay duda alguna de que conseguir un cambio radical en la forma en que nos enfrentamos al terrorismo en nuestro país será complejo, pero es tan difícil como necesario. El Estado chileno debe recuperar su poder, la política debe convencerse de la legitimidad de este en el uso de la fuerza como forma de enfrentarse a la amenaza terrorista en que permanentemente viven nuestros compatriotas en el sur del país. Aquí radica uno de los grandes desafíos de nuestra generación.

Este no es un problema que admita visiones partisanas o acomodaticias. Es un problema que requiere convicción, liderazgo y valentía. Chile debe volver a ser un país en que el Estado cumpla sus funciones mínimas, como la de asegurarse de que sus ciudadanos vivan seguros. Nuestra libertad depende, en este caso, del uso de la fuerza contra quienes nos quieren quitar el derecho a vivir en paz.