Por Emilia García
Agencia UNO

Suspicacia ha causado el Plan Nacional de Búsqueda por su excesiva ambición a la hora de esclarecer las circunstancias y paraderos de los detenidos desaparecidos en dictadura. Me permito disentir de aquellos cautelosos. La búsqueda de connacionales requiere ir más allá del pragmatismo y asumir implicancias éticas, políticas e históricas justamente en función de la paz social. Y aunque existan legítimas discrepancias en torno al golpe y sus causas –ya lo afirmaba la mesa de diálogo de derechos humanos de 1999–, sobre las violaciones a los derechos humanos y los desaparecidos no cabe otra actitud que la condena y una política de Estado que permita sanar el tejido social.

Porque, a diferencia de lo que muchos creían, el tiempo no todo lo cura. 50 años han pasado desde el golpe. 33 desde el retorno a la democracia. 20 desde la creación de la comisión Valech, y las desapariciones siguen presentes. Su vigencia, sin embargo, no es un tema meramente político; es, sobre todo, una necesidad de la naturaleza humana de dar término al duelo suspendido e inconcluso de esas familias y la pregunta por el devenir de sus deudos abierta.

Es claro que no se parte de cero en los intentos por dar una adecuada respuesta a aquellas familias. Tenemos tras nuestro un conjunto de iniciativas –civiles y militares, por cierto– de justicia y reflexión histórica, pero aún queda dolor vivo, cuestiones pendientes e información celada. Aquellas personas conocedoras y con acceso a tal información tienen el deber moral de darla a conocer, de lo contrario, ¿sobre qué se sostiene el honor militar?

Algunos sostendrán que el conocimiento de esta información magullará nuestro ya dañado cuerpo social, como si existiera un límite de tiempo para buscar incansablemente a un ser querido. Interesante es el caso de Alemania Oriental después de la caída del Muro. En ese entonces, los alemanes discutían qué hacer con los archivos de la Stasi –antigua policía secreta de la Alemania comunista– que mantenía información casi completa de los ciudadanos. El dilema radicaba en que, si se conocían aquellos documentos, se sabría, por ejemplo, qué miembros de las familias o parientes delataron a otros, causando más división en la sociedad alemana. Sin embargo, el valor de la verdad fue más fuerte y se abrieron los archivos. Causó dolor, pero la simple y continua existencia de esa información contribuyó a la construcción de una nueva confianza.

La reconciliación y paz social solo es posible cuando se construye sobre la base de la verdad, y si ella no es factible, sobre el férreo convencimiento de que se hizo todo lo humanamente posible y con todos los medios disponibles para encontrar a aquellas víctimas. Facilitando así las condiciones para sanar las heridas abiertas y dar consuelo a las cerradas. Ya lo decía Gonzalo Vial en el año 2000: «el país está obligado a realizar un inmenso esfuerzo para demostrar a las familias de los detenidos desaparecidos que tanto los militares como los civiles estamos comprometidos con la solución de sus justas demandas». Porque hay chilenos que esperan mucho más que un documento y chilenos que ocultan mucho más que su vergüenza. Unos que creen que no tienen responsabilidad y otros que este tema no les compete.

Pero la realidad es que nos compete a todos. El problema de los desaparecidos no atañe solo a sus familias. Es Chile el que los perdió, y es Chile el que debe encontrarlos. Los muertos y los desaparecidos no son reducibles a la definición abstracta y deshumanizada de enemigo –ahí la diferencia entre un conflicto externo e interno-. Comprender que son compatriotas nuestros, y por ende, nuestros desaparecidos, también sería una actitud de auténtico patriotismo.

Es cierto que nunca vamos a sentir en carne propia el dolor de un marido que perdió a su esposa embarazada o de un padre cuyo hijo de 14 años no volvió nunca del colegio. Nunca vamos a sentir la angustia de no saber qué desear a estas alturas: si que aparezca –quizá torturado, quebrantado–, o que haya muerto. No lo sentiremos en carne propia, pero ciertamente podemos solidarizar con quienes sí lo sienten y ponernos a la altura de su dolor ante esta herida que, sin lugar a duda, es de las más grandes que ha sufrido Chile. Porque el tejido cultural chileno está dañado y será un acto de cultura y civilización restablecer la paz social en nuestro país. Mientras no comprendamos esto, la reconciliación será una mera ilusión.

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