Por Eduardo Vergara B.
AGENCIA UNO

El Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea se organizaron como si se tratase de un ejercicio conjunto de alta relevancia para la seguridad nacional. Pero no fue para el cumplimiento de sus labores, sino para hacer un berrinche a un canal de televisión por una parodia humorística que no les gustó. Todo, con el oportuno y público respaldo del Ministro de Defensa y el vocero de gobierno. Este ejercicio conjunto terminó por reflejar el alto grado de poder y la capacidad deliberante que las Fuerzas Armadas siguen teniendo en democracia.

Lo hicieron porque pueden. Pero también porque durante 30 dejamos que lo hicieran. Por mucho tiempo, y a raíz de la crisis de legitimidad que vive el orden público en el país, las Fuerzas Armadas han demostrado que se mandan solas, más aún, en un contexto de desgobierno. Sin embargo, el sólo argumento de que se mandan solas resulta tremendamente conveniente para la élite política que ha gobernado y gobierna. Es una elegante forma de lavarse las manos y termina por explicar una parte del problema.

La autonomía de las Fuerzas Armadas es en parte cierta y evidente. Pero también es histórica y no por casualidad. Pero eso, estos argumentos no son para nada nuevos. Una serie de voces ya por años vienen analizando el manto de protección con que cuentan, particularmente gracias a la Constitución que ellos mismos redactaron: La esencia del poder que les fue otorgado por la constitución de 1980 sigue vigente.

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Se convirtieron en la fuerza política tutelar del Estado bajo el poderoso mandato de proteger la institucionalidad y el orden. Si bien fue gracias al coraje de los demócratas en el ’89 y a la determinación de Ricardo Lagos en el 2005, las más audaces reformas del periodo fueron necesarias, pero insuficientes. Se logró, por ejemplo en lo formal, terminar con la inamovilidad de los comandantes en jefe, e incluso suprimir las facultades del Consejo de Seguridad Nacional (COSENA). Tal vez, la que queda más en la memoria colectiva, fue la que puso fin a los senadores designado, entre ellos, al mismo comandante en jefe del Ejército de Chile y dictador Augusto Pinochet. Podríamos seguir hablando sobre el secretismo, la justicia militar o del reservado financiamiento por medio de la Ley del Cobre, por poner algunos ejemplos. Además los hay en lo informal, ya que se implementaron estrategias políticas para frenar la deliberancia y participación directa de FF.AA. y Carabineros en espacios como el Congreso a menos que estuviesen bajo la clara responsabilidad de los ministerios pertinentes.

Pero mas allá del poder formal y la autonomía también es necesario considerar su “poder blando” (“soft power”, como llaman algunos). Se trata de un poder mayor y que ha penetrado a la elite que ha administrado el Estado durante las últimas décadas. El poder blando es poder político sin ser declarado como tal. Si bien las FF.AA. transitaron por un repliegue para recuperar lentamente la credibilidad y legitimidad a punta de silencio, misiones de paz en el extranjero, participación en desastres naturales y emergencias, después que desde sus mismos cuarteles se planificara y ejecutara la dictadura militar, lograron penetrar con efectividad y eficiencia el corazón de la élite política de manera transversal. El poder blando lo articularon desplegando su poderío de recursos, llevando de paseo en aviones, helicópteros y buques a cuanto ministro, intendente y gobernador pudieron. Organizaron fiestas de gala en sus dependencias, tanto en Chile como en las diversas de embajadas donde cuentan con costosas agregadurías militares que en muchos casos no han logrado ser justificadas. Este poder logró silenciar y en casos paralizar al mundo político y contuvo todo tipo de esfuerzos por reformarles y cambiar, por ejemplo, su envidiable sistema de pensiones que se asemeja más a los sueños de Allende que a los de Pinochet.

La transición no fue suficiente para poner un marco estratégico no deliberante y lograr que las FF.AA. estuvieran sujetas a verdadero mando civil. Hoy, no sólo se dan el lujo de atentar contra la libertad de expresión y la de todo un pueblo, sino además de mantener silencio frente a sus casos de corrupción y de espionaje mientras el gobierno corre a protegerlos.

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De igual forma a la crisis que afecta a Carabineros, lo que ocurre con las FF.AA. requiere de tremendo coraje político y de inmensa generosidad para avanzar en los cambios necesarios que ayuden a resolver el problema. Coraje, porque una parte de la élite política todavía teme tomar las decisiones que tiene que tomar. Incluso entendiendo que al igual que Carabineros, parte de quienes componen las FF.AA. también quieren recuperar la confianza. Generosidad, porque si bien las nuevas generaciones y particularmente los rangos menores entienden la necesidad de cambiar, estas no son sensaciones necesariamente compartidas por la élite del mando.

El proceso de la nueva Constitución nos abre una oportunidad para un gran debate nacional que debería decantar en las instituciones de FF.AA. que el país requiere y que estas sean reflejo de la sociedad democrática en la que queremos vivir. Una de las discusiones centrales tendrá que ver con la estructura del poder. Desde la noción de seguridad nacional hasta la pertinencia o no de estar presentes en la Constitución, el debate dará por sobre todo la oportunidad de poner fin a sus poderes desproporcionados y blindajes. En lo inmediato, sin embargo, el poder Ejecutivo, y particularmente el presidente Piñera, debe asumir su rol y gobernar a las FF.AA., representando a la soberanía popular que le otorgó ese rol, exigiendo las medidas que sean necesarias para impedir estos inexplicables intentos de deliberar, pero por sobre todo para actuar antes que estas sigan transitando al barranco de ilegitimidad. Gusten o no, actúen en estos momentos de la forma adecuada o no, son instituciones fundamentales para la democracia. Pero cuando actúan de la forma que estamos viendo, se transforman en una amenaza para la democracia misma.

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