Por Paulina Araneda
ARCHIVO / AGENCIA UNO

Hace una semana una profesora me comentó que un alumno de segundo básico le pregunta: ¿nosotros cuándo hablaremos del golpe?, esa pregunta llena de interés y curiosidad despertó en el resto del curso murmullo y nuevas preguntas.

La profesora les preguntó qué era para ellos “un golpe”, sus estudiantes opinaron y llegaron a la conclusión que era algo malo para todes.  Esta conclusión del grupo abrió ahora una pregunta de la profesora: ¿han escuchado o vivido golpes que duelan tanto como para recordarlos?.

Al unísono muchos reaccionaron y la sala se llenó de historias, de murmullos y de relatos que hablaban de momentos vividos en primera persona o experiencias de las cuales habían sido testigos.  La profesora conmovida les preguntó qué era lo que más les había dolido de esas situaciones y lo que se repitió fue el sentir que no habían sido escuchados.  El dolor entonces era el silencio, la experiencia de vivir algo que duele o no se entiende y de lo que no se habla.

Traigo este relato a colación porque durante este mes hemos escuchado diversidad de experiencias y relatos sobre “el golpe”, y algo que con frecuencia se repite es el silencio, el no hablar de lo vivido o de lo que se siente por miedo o porque estaba prohibido.  Hablar de lo que les sucede es una medida protectora para niños y niñas, es un aprendizaje que requiere ejercitar la escucha y también la confianza entre las personas, hablar en primera persona permite procesar lo vivido, “sacarlo todo afuera para que adentro nazcan cosas nuevas”.

Hablar entonces de reconocimiento de las voces de niños y niñas es un ejercicio que también contribuirá a un “Nunca +”, no solo en términos de lo acontecido en nuestro país, sino que en la vida cotidiana de muchas de ellas y ellos que son tratados como si no entendieran, como testigos invisibles de situaciones que les afectan y que van quedando dentro de ellos, como si mantenerlas así fuera un mandato que les impide expresar, pues no están los espacios de cariño y acogida que se requieren.

La forma en que educamos a nuestras niñas y niños está directamente vinculada con la sociedad que deseamos ser, con la democracia que queremos tener.

Les invito a no perder la oportunidad de desobedecer los mandatos que silencian y que afectan la vida de tantas personas a quienes se les impide crear cosas nuevas, confiar y sentirse partícipes de una comunidad que acoge, que protege a sus miembros y que entiende que su permanencia dice relación con la capacidad de respetar la dignidad de todas las personas, independientemente de su condición, edad, identidad, ideas o creencias.

Entonces, si alguna niña les pregunta: cuándo vamos a hablar del golpe o de otro tema, deténgase y póngase a su altura y atrévanse a escuchar preguntas y percepciones que le enriquecerán y les permitirán comprender que aprender a convivir es un acto consciente que requiere decisión e intención hasta que se vuelva cotidiano.

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