Por Jorge Jaraquemada
AGENCIA UNO

Estallido social fue el consenso de los medios de comunicación para denominar la ola de violencia que amagaba con arrasar nuestro estado de derecho y nuestra democracia a partir de aquel fatídico 18 de octubre de 2019. Acuerdo por la Paz y una Nueva Constitución se llamó a la promesa para salir del despeñadero que advertía nuestra clase política. Pero si bien octubre estalló -con la distancia que el paso del tiempo permite- cabe constatar que las manifestaciones violentas, el lenguaje agresivo y ofensivo, el amedrentamiento a las autoridades y el intento de deslegitimar a las policías no aparecieron de súbito.

Hace años Chile venía padeciendo cotidianamente manifestaciones violentas. El Instituto Nacional, junto con otros liceos emblemáticos, se convirtió en un nicho de expresiones tan violentas como impunes, quizás precisamente para avanzar en ese afán de enmudecernos frente al fuego, las barricadas y los ataques a personas: nada menos que a sus propios profesores. En esa misma dirección, el terrorismo en La Araucanía, desde antes de 2019, formaba parte de nuestra cotidianeidad. Después de la dramática muerte de la familia Luchsinger Mackay, los robos de madera y las ocupaciones violentas de tierras eran percibidas casi como tolerables ante los ataques a comisarías, asesinatos de carabineros y la resistencia militar de la que se ostentaba en la zona.

Nuestra democracia se deterioró progresivamente porque la violencia en sus diferentes acepciones fue normalizándose. Cada motivo de malestar, sensación de injusticia, marginalidad o desigualdad que se instaló en nuestro país -avalado por parte importante de las izquierdas- era suficiente y justificaba la forja de emociones que estallaban una y otra vez durante lo que se llamó octubrismo. El Acuerdo por la Paz y una Nueva Constitución del 15 de noviembre de 2019 fue presentado a la ciudadanía como una vía de escape frente a esas expresiones de una calle indómita y jacobina. Pero este acuerdo tuvo poco de pacto. A poco de firmarse las trincheras se formaron nuevamente, el espíritu de paz fue mezquino, se levantaron acusaciones constitucionales a ministros y al propio presidente en medio de un clima donde la violencia era tildada eufemísticamente de “protesta social”. La promesa de paz simplemente fracasó.

Pero también fracasó el primer proceso de sustitución constitucional. Desde el inicio -sin detenernos en las responsabilidades por su diseño- la Convención fue una ofensa al sentido común, a las tradiciones constitucionales y a la sensatez del ciudadano. Por ello no es extraño el amplio movimiento que surgió desde la sociedad civil para expresar su categórico rechazo a la propuesta de nueva constitución. Un texto que trasquilaba hasta las más básicas tradiciones para imponernos la refundación del país. Por suerte para Chile y los chilenos, esa propuesta fue tajantemente rechazada en el plebiscito de septiembre de 2022.

La clase política abrió entonces una segunda oportunidad, esta vez tomando los resguardos para evitar las excentricidades personales y las extravagancias jurídicas del primero. El compromiso, nuevamente, era cumplir la promesa inicial: lograr la paz y la concordia política. Se colocaron bordes institucionales, se constituyeron todos los órganos con arreglo a las normas acordadas, se ha discutido, deliberado y modificado una nueva propuesta constitucional tanto por expertos nombrados por su sapiencia como por consejeros elegidos por su representatividad. Pero, aun así, hasta la fecha, para los diferentes proyectos de izquierda eso no es suficiente para aprobarla. Aquellos que insistieron que el gran problema que enturbiaba la convivencia nacional entre quienes pensamos distinto radicaba en el origen de la Constitución vigente, los que por décadas enarbolaron el discurso de su ilegitimidad y que le atribuían trampas y otras cuitas, ahora consideran que el problema está en su contenido.

¡Bien buena! Cuando ellos tuvieron el sartén por el mango, en el anterior proceso constitucional, no titubearon en imponer sus ideas, por estrambóticas que algunas parecieran. Había que hacer tabla rasa, pasar máquina, no atender a los especialistas que les advertían, imponerse con toda la fuerza que les daba haber obtenido un señero triunfo en la elección de los convencionales. Ahora -tal vez queriendo emular al presidente- se dan una vuelta en el aire y esgrimen todo aquello que antes no consideraron. Pero las izquierdas olvidan que la ciudadanía ya rechazó, con amplia contundencia, la peculiar propuesta de la Convención por la que trabajaron con ahínco y que apoyaron con entusiasmo.

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