Por Javiera Bellolio
agencia uno

Cada 23 de abril se celebra el Día Internacional del Libro, con el objetivo de fomentar la cultura literaria y proteger a su vez la propiedad intelectual de los autores. Se escogió ese día para conmemorar a grandes escritores que nacieron o murieron en esa fecha, como Cervantes, Shakespeare y Garcilaso de la Vega. Muchos países hacen extensiva la celebración a todo el mes, organizando actividades y eventos como ferias de libros, talleres de escritura, encuentros con autores y cuentacuentos, entre otros.

Esta conmemoración es una oportunidad para recordar lo fundamental que es la lectura en nuestra vida. Entre los múltiples beneficios que supone esta actividad podemos mencionar que ejercita nuestro cerebro, estimulando la atención y la concentración (y ayudando así a prevenir enfermedades neurodegenerativas como el Alzheimer). Fomenta asimismo el aprendizaje, mejora la escritura y amplía nuestro vocabulario. A través de la lectura podemos sumergirnos en mundos imaginarios, conocer diferentes culturas, formas de vida y personajes, que quizá nunca conoceríamos de otra manera. Leer entretiene, relaja y reduce el estrés, aliviando tensiones y preocupaciones cotidianas. Pero junto con las razones más bien utilitarias que se suelen enumerar, hay aquí algo involucrado en esta práctica que resulta valioso en sí: leer, al igual que hablar y comunicarnos, es un elemento central de nuestra existencia, pues nos permite salir de nosotros mismos y entrar en contacto con la comunidad.

En nuestro país, sin embargo, o no leemos o no entendemos lo que leemos. Un estudio sobre habilidades lectoras realizado por la académica Carolina Melo, de la Universidad de los Andes, arrojó la dramática cifra de que el 96% de los estudiantes de 1° básico no conocen las letras del alfabeto. Dicho de otro modo, no son capaces de leer ninguno de los libros o textos indicados para su edad. El estudio también mostró que las mujeres tienen un mejor desempeño en comprensión de lectura que los hombres en los primeros cuatro años de la escuela primaria, y que los niños entre siete y ocho años no están decodificando las palabras. Además, el vocabulario de los alumnos de kínder ha disminuido significativamente. Para Melo, los resultados son tremendamente preocupantes, pues si antes de la pandemia los estudiantes ya tenían un nivel de comprensión lectora muy bajo, este disminuyó aún más. “No obstante, no podemos esperar mejorar la comprensión lectora si no saben leer. Tenemos que partir por ahí”, explicó la investigadora.

Alarmados por la evidencia de brechas y disparidades en la alfabetización, un grupo de instituciones lanzó en diciembre pasado la campaña “Por un Chile que Lee”. Se trata de una alianza público-privada que busca promover la lectura comprensiva en niños y adolescentes, con el objeto de solucionar la profunda crisis detectada en el aprendizaje de la lectura. En el segundo encuentro de la red, en marzo de este año, el Ministro de Educación, Marco Antonio Ávila, enfatizó que la reactivación educativa es una prioridad del gobierno y que la red se convierte en una herramienta poderosa para la colaboración, buscando asegurar que ningún niño se quede atrás. Entre las iniciativas propulsadas por el Ministerio, llama la atención las expectativas que genera el programa compuesto por cinco ejes: diagnóstico de reactivación, recursos de reactivación, despliegue de 20 mil tutores por todo el país, acompañamiento prioritario a 244 establecimientos más una campaña de motivación y fomento lector.

La iniciativa sin duda es destacable, pero vale la pena preguntarse por la factibilidad de ejecutarla teniendo en cuenta el panorama nacional y, sobre todo, cuán prioritaria son para su gobierno este tipo de agendas (“necesitamos una alfabetización en sexualidad”). La complejidad de la realidad educativa en Chile, en comparación con el anhelo del Ejecutivo por implementar grandes mejoras en un plazo acotado, nos lleva a pensar que, en el caso del ministro Ávila, solo se trata de una declaración de buenas intenciones.

Lo cierto, sin embargo, es que al país le faltan más lectores que libros. Pues si el problema fuera simplemente la falta de libros, podríamos implementar políticas para promover la venta y distribución de ejemplares y solucionarlo. Sin embargo, la situación es mucho más grave debido a la falta de educación temprana, lo que lleva a que los niños no comprendan lo que leen, incluso si tienen acceso a recursos educativos. En este dilema, estamos en desventaja frente a la atracción que ejercen las pantallas y las nuevas tecnologías. El desafío que tenemos por delante no es menor.

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